No sé cómo se verán las cosas desde donde están ellos, pero en este momento puedo observar desde mi ventana cómo un obrero de trajecito anaranjado detiene su esforzada tarea para hurgarse la nariz.
Ver cómo alguien se hurga la nariz a sesenta metros de distancia no es el objetivo con el que me senté a trabajar esta mañana, pero resulta inevitable desde que una mole de concreto creció enfrente de mi ventana. Es un gigante de veinte pisos que mira de igual a igual al gigante de veintiún pisos donde vivo. Mi casa están el 17 y tiene las ventanas amplias como pantallas de cine en función continua. Nunca les puse cortinas porque a esta altura (unos 70 metros sobre el suelo) no había nada que ocultar. Nadie podía ver o espiar lo que ocurría en mis dominios. Desde esta burbuja en el cielo de Lima, la vida ofrecía una amable panorama en diminutivo: casitas, carritos, personitas. Ahora, enfrente sólo está ese monstruo imponente que invita a imaginar que, pronto, en lugar de obreros allá se acomodarán familias, niños, parejitas. Pronto ellos estarán mirando hacia este lado con curiosidad. Entonces todos los que vivimos en este edificio tendremos que aprender a comportarnos con educación y recato.
No volveremos a pasearnos (solos o acompañados) sin ropa por la sala de nuestras casas. Y esto, en verdad, es lo único triste de esta historia. La molesta compañía de los futuros vecinos nos ha condenado al pudor de las habitaciones o a comprar cortinas.
Algunos vecinos de mi edificio han meditado sobre esta inminente guerra fría. El que vive en el piso inferior, por ejemplo, se ha provisto de un largo telescopio y lo ha instalado en su balcón. La presencia de ese artilugio hace pensar en una bazuca peligrosa. Al verla, los vecinos de enfrente sabrán que las cosas no serán tan lindas como los corredores inmobiliarios les prometieron. Nosotros, los de este lado de la avenida, los estamos esperando con toda la hostilidad de nuestros ojos. [22-10-2011]
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