Eloy Jáuregui, como García Márquez y otros periodistas de la vieja guardia, creía que la realidad ocurría solo para que minutos después un cronista se apersonara a mirar los hechos con sospecha. Las acciones de Dios, en ese sentido, tenían la misma poesía que un accidente automovilístico: un conjunto caótico de hechos que había que organizar narrándolos.
“Cain, sin quererlo fundó la crónica roja”, escribió en un texto clásico que los chiquillos analizábamos en los talleres de redacción. “Abel, sabiéndose su hermano fue el gran sacrificado para regozo de la opinión pública. La Biblia en su libro Génesis, capítulo 4, versículo 8, detalla el crimen y deja para la posteridad la técnica de la descripción del asesinato, el primer infeliz fratricidio. El sagrado escrito rojo, como observamos horrorizados, es pues tan antiguo como el hombre. Hecho así socialmente el homo sapiens, nace con él, el homo asesinus y renace con los dos, el homo croniquistus. Así hasta nuestros días –y de extrema furia”.
Los profetas cristianos, para Eloy, fueron los primeros cronistas aunque no lo supieran; y nuestro oficio podía ser, en verdad, no solo el más bello sino el más antiguo del mundo. Esta verdad no había que comprobarla. Bastaba con sentirla. Tal era la poética de Eloy.
A inicios de este siglo, muchos cronistas recién salidos de las escuelas de periodismo lo escuchábamos con la misma devoción con que lo leíamos; aunque tenerlo enfrente suponía un evidente privilegio, la prueba de que ahora habitábamos el mundo y ya no las aulas. A su manera, él fue un profeta de nuestro trabajo, alguien que tenía el talento de contagiarte la fe en un oficio que quizá iba a hacerte sufrir, que con seguridad no te traería dinero, pero que si ponías suficiente atención también podría darte alegrías. Eloy tenía la sabiduría de explicarte estas cosas frente a una cerveza y un plato de cau cau, de manera que la felicidad no era un asunto metafísico sino algo concreto ante tus ojos: una verdad periodística y verificable.
Hasta pronto, maestro y amigo