El aviso cuelga en un consultorio médico, confundido entre anuncios de vitaminas y tarjetas de organizaciones que ayudan a enfermos de cáncer. «Camina por tu salud», dice en un tono amigable y enérgico, como un doctor que te recuerda cosas que no sueles hacer: por ejemplo, tomar ocho vasos de agua al día, comer frutas, no fumar. Somos animales de dos patas. Que los médicos nos recomienden usar las piernas parece tan fuera de lugar como que alguien te tome del brazo en la calle y te diga: «Oye, no te olvides de respirar». ¿A qué se refería aquel mensaje?
Las epidemias antiguas tenían un dramatismo de fin del mundo: las calles regadas de muertos por peste, enfermos de cólera o víctimas del hambre eran señales inequívocas del peligro. Las epidemias modernas –como el sedentarismo y la obesidad– no se advierten con la misma facilidad, pues se camuflan tras el engañoso glamour de la vida moderna. Pasamos la mayor parte de la vida sentados: en la oficina, el cubículo, el carro, el transporte público, el sofá de la sala. Las consecuencias de esta pereza no son fulminantes pero han cambiado nuestra relación con el ambiente que nos rodea. Cada vez salimos menos al mundo, hacemos menos ejercicios, comemos mucho más. Si el tamaño del cerebro le permitió al hombre dominar al resto de animales, ¿qué consecuencias planetarias tendrá el creciente volumen de nuestro abdomen?
Los trabajos sedentarios y los aparatos de entretenimiento que nos retienen en sillas «han contribuido a que la gente gaste entre quinientas y ochocientas calorías menos cada día», dice el psicólogo clínico Tom Wadden, del Centro de Peso y Desórdenes Alimenticios de la Universidad de Pensilvania. O sea: nos estamos volviendo ociosos y gordos por default. A diferencia del cambio climático, los síntomas de este desastre los podemos verificar con facilidad cuando nos paramos frente al espejo o cuando miramos a nuestros semejantes en las esporádicas excursiones a la calle. Nunca señales con el dedo.
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Una vez pasé una larga temporada en una aceleradora de negocios, una organización que ayuda a las empresas a crecer y conseguir inversionistas. Quienes participábamos allí creíamos que nuestras empresas iban a ser el Google latinoamericano, y trabajábamos con una mezcla de fe religiosa y voluntad física. El espacio estaba diseñado para que pudieras pasar allí las 24 horas, si así lo querías. Había pufs para hacer la siesta, una máquina de café gratuita, una mesa de ping pong para relajarte, gaseosas a discreción y otros juguetes.
Aquel ambiente de trabajo parecía un adelanto traído del futuro. ¿Por qué todas las oficinas del mundo no eran así? Nadie marcaba tarjeta. Nadie controlaba si trabajabas o no. Cada persona se ponía sus propias tareas de cara un objetivo imposible: teníamos nueve meses para que nuestras compañías se mudasen de la avenida Arequipa a Silicon Valley. Después de las primeras semanas de asombro, el estrés propio de semejante meta se instaló en la oficina. La gente trabajaba jornadas de catorce horas. Tenía ojeras. Comía mal. Dejé de hacer ejercicios. Como todos en aquel lugar, estaba obsesionado y mi cuerpo y espíritu jamás se lograban desconectar de la oficina.
Mi proyecto nunca despegó. Años más tarde recuerdo este tiempo con cariño, pero no creo que todas las oficinas del planeta deberían ser como esa. Tener café gratis y mesas de ping pong son detalles agradables, pero no cuestionan la esencia del problema. ¿Cuál? Trabajar en oficinas durante tantas horas al día es dañino para la salud. Los oficinistas somos pájaros enjaulados. ¿Qué debemos hacer para que los músculos que no usamos no se nos atrofien?
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Los seres humanos no siempre analizamos las cosas desde nuestra animalidad. Un ave en cautivero nos parece cruel; pero una persona encerrada en una oficina, no. Es curioso. La vida moderna nos ha creado la ilusión de que permanecer sentado durante ocho horas (atados a un escritorio, por ejemplo) es una actividad por la que deberíamos estar agradecidos. Pero, desde otro punto de vista, cualquier empleo que te obliga a pasar tanto tiempo en una silla (por más ergonómica que esta sea) está quitándote el derecho natural de moverte. De usar tu cuerpo para lo que este ha sido creado. Te empuja al sedentarismo. A la epidemia. Uno tendría que comenzar a cobrar más si el trabajo que te ofrecen exige no levantarse de la silla.
En una sociedad ideal que promueve la salud de sus ciudadanos, trabajar largas jornadas sin apenas salir de un edificio debería estar prohibido. La mala noticia es que ese mundo todavía no existe. Las grandes marcas de ropa aún esclavizan niños en sus fábricas, y este es el verdadero indicador de cuán primitivos aún somos en nuestro adorado siglo XXI. La buena noticia es que existen las utopías, ese subgénero literario adorado por los filósofos y donde los problemas más graves se resuelven inventando soluciones imposibles. El hombre sabe imaginar mundos más justos, menos tóxicos, más bonitos. Lo difícil, por ahora, es mudarse a vivir en ellos.
[Este artículo apareció en Revisa h, edición 61. 14-10-2016]
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