Para todo adicto a las revistas, Estados Unidos es algo así como el infierno-paraíso terrenal donde puedes volverte pobre si no te controlas. No solo por las buenas revistas que se editan aquí en Nueva York, San Francisco, Portland – Oregon, entre otras ciudades, sino por la oferta enorme que se puede hallar en las librerías y kioskos. En mi carrito de compras, solían ser clásicas The New Yorker, The Paris Review, Wired, The Rolling Stone, Harvard Business Review, para mencionar las más comerciales, y Ninth Letter, Kinkfolk, Tin House, entre las menos fáciles de hallar.
Sin embargo, desde hace un tiempo llama la atención una guerrilla silenciosa de publicaciones de Inglaterra (Acne Paper, Cereal, Wrap), pero sobre todo de Australia (Smith Journal, Frankie).
Sus diseños son limpios y agresivos. Un difícil balance. Privilegian las fotos grandes y no son fundamentalistas con la dimensión de los textos. Ni se atolondran con las pastillas (Wired, Rolling Stone, Fast Company, GQ, Vanity Fair) ni son cruzados de los artículos kilométricos porque sí.
Todo va en su justa dimensión y las revistas son una armonía de sorpresas. Textos breves, medianos y también piezas largas que uno no quiere que acaben nunca. Las fotos son bellas. No buenas ni bacanes. Bellas.
No tienen publicidad. Ojo con este nuevo paradigma. (Si quieres saber más, lee el manifiesto de la revista francesa XXI. También, en menor dimensión, mira el trabajo de Cometa). Los artículos son claros y están bien editados.
Son estas revistas las que, confesión de parte, ahora me muero por comprar en papel y que estoy aprendiendo a disfrutar. Las otras que he mencionado las sigo queriendo y leyendo, pero cada vez más online o en tablet. Y me encantan así. [5-8-2014]
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Después de escribir «Las cosas que te gustan», en mi columna de la República, cacé en internet algunos artículos que alientan a no seguir diciendo que el mundo es una mierda.
No soy tan ingenuo. El mundo es una mierda en muchos sentidos (la mala alimentación, las armas, el 95% de la televisión abierta). Lo sabemos. Pero repetirlo una y otra vez solo genera bulla en las redes sociales e impide que comentemos cosas que no son terribles. Cosas que son. Que son buenas. Que no son malas. Que nos afectan directamente. Cosas que disfrutamos. Que hacemos. Que queremos. Que nos enloquecen en nuestra pequeña y endiablada vida doméstica.
¿Qué le preocupa a la gente? ¿Qué la hace feliz? Miren esta encuesta.
Hay quienes dicen que muchos estamos «informados» sobre todo de lo terrible. Que sobredimensionamos la fealdad del mundo. Y que sabemos poco de lo bueno que está ocurriendo. (Ahora por lo menos vivimos un poco más. Hace unos siglos, morir antes de los 40 era normal y a los 30 ya eras un anciano).
Quizá.
Las malas noticias tienen un efecto multiplicador. ¿Recuerdan el cuento del pollito al que le cayó una semilla en la cola y empezó a gritar que el cielo se estaba cayendo? Si no lo recuerdan, búsquenlo. Alguien dijo que la mejor manera de iniciar una conversación con un extraño en el paradero del autobús es hablando mal del clima, del tráfico o de tu trabajo (o de la novia o novio en la peluquería). Hablar mal genera comunidad. Pero es una comunidad densa, aburrida. Hay mucha gente gritando en esa habitación.
Esta semana compré un libro (ojo con la editorial) sobre recorrer el campo. Había una cita perfecta de Einstein: «Aquel que sigue a la masa no llegará más lejos que la masa. Aquel que camina solo quizá encuentre lugares que nadie más ha visto». Así que mándenles un beso volado a los que gritan fuchi, ajjj, odio el mundo, y salten a la acera de enfrente.
Hay gente que está practicando ejercicios para 1) dejar de quejarse y 2) dejar de hablar mal de otros o de uno mismo.
Parecen ingenuos, pero añádanles maldad, si quieren. Incorporen a la rutina sexo duro, telefónico o, como hace mi amigo J, muchas horas de cine 3X sin salir de casa.
También me enteré de una revista, Perdiz, que trata sobre cosas felices. Feliz como una perdiz. Habrá que conseguirla. Y otra sobre creatividad marginal (conductores de rickshaw, dateros, ciegos en el tren, camellos, carteros). Y otra sobre gente loca nomás. También, gracias a mi amiga Esther Vargas, me enteré de que la edición de Malpensante sobre García Márquez es gratis. Y en este momento me estoy preguntando qué cosa está haciendo Miguel Ángel Farfán, ese loco que dejó el periodismo económico para enseñar en una escuela en las afueras de Lima (o era que Lima estaba en las afueras de esa escuela). La última vez que lo vi me mostró el pdf de la revista que sus alumnos estaban haciendo. Pachayoung, se llamaba. Y como estábamos caminando por San Isidro con el maestro Hernán Casciari, camino a la presentación de Bonsái, en Lima, le mostramos el pdf. Y Casciari le dijo: «Qué lindo, esto. Pasámela al correo que la quiero ver con calma. xxxx@gmail». A ver si retomamos contacto y nos dateamos. (Acabo de ver que están haciendo conciertos para recolectar fondos para la impresión). Y también me enteré de que en el pueblo donde estoy, en Maine, a cuatro horas del aeropuerto más cercano (o sea a salvo), todos los meses se reúne un grupo de exploradores del bosque. Recogí un folleto para ir a la siguiente reunión. Me llamó la atención esta cita: «Los clubes son una gran fuente de información, amistad y apoyo».
En fin. Regreso a lo mío. Hay que ganarse el pan y, además, disfrutar del bosque. Los dejo con una imagen de mi próxima tienda. Vamos, Piji.
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