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Marco Avilés

Provinciano


Un amigo caminaba por la avenida Javier Prado, la más transitada de Lima, cuando se topó con un hermoso cartel rodeado de vegetación. «Necesito muchacho provinciano para limpieza», se lee allí. Mi amigo le tomó una foto y me la envió en un correo titulado «Eufemismo». El eufemismo es una manera de decir algo terrible usando palabras no tan terribles. Es un pequeño disfraz lingüístico que, en el fondo, hace más visible lo que trata de ocultar. Dices «necesito muchacho provinciano» para no decir «necesito cholo» o, peor, «necesito esclavo». El mensaje es claro. Lo raro es que nadie lo retira.


*


Otro día, mientras hablábamos por teléfono, le pregunté a mi amiga Z si alguna vez había sido víctima de racismo. Ella trabaja desde hace más de un año en uno de los diarios más importantes del Perú, en el área donde se fabrican «contenidos», esos suplementos, folletos y recetarios que intentan añadirle valor al periódico. Z casi tiene mi edad y lo que gana apenas le da para pagar el alquiler y cubrir sus gastos de ropa y comida. No tiene un contrato de trabajo ni seguro médico ni vacaciones ni compensación por desempleo. O sea, le pagan poco, la pueden echar en cualquier momento y, si se enferma, ella tiene que ver cómo se cura pronto para volver a la oficina antes de que la reemplacen con alguien sano. Es la empleada ideal: no se queja ante nadie. «Nunca me han discriminado», fue su respuesta.

Para Z, el racismo solo aflora cuando alguien te insulta («¡¡¡Chola de mierda!!!») o cuando, por ser chola, el personal de seguridad te impide entrar a un lugar donde otros ingresan sin problemas: un cine, un restaurante, una discoteca. A ella nunca le había pasado algo así. Le pregunté si lo que le ocurría en el trabajo calificaba o tenía alguna relación con el racismo. «No», me dijo con rotundidad. «Allí todos me tratan bien, son mis amigos».

Z es chola como yo, de piel canela, hija de padres provincianos, se crió en una barriada, terminó la secundaria en una escuela fiscal y se pagó los estudios en una modesta universidad privada. En su trabajo, alterna con chicas y chicos de piel más clara, que viven en barrios acomodados, que asistieron a escuelas privadas y que egresaron de universidades privadas costosas. Son chicos que en el Perú son considerados «blancos». ¿Cuántos de ellos bordeaban los treinta y cinco años y trabajaban en las mismas condiciones que Z? Ella lo pensó un momento. «Ninguno», me dijo. A su edad y a pesar de su título universitario, Z padecía unas condiciones laborales que otras personas más jóvenes no.

Ese trabajo terrible es mucho mejor que la mayoría de los empleos que Z ha tenido antes. ¿Cuándo fuiste al dentista por última vez?, le pregunté. Ufff, hace muchos años. ¿Tienes un médico de cabecera? No. ¿Tienes exámenes médicos anuales? No. ¿Qué pasa si te enfermas de algo que requiere un tratamiento costoso? No, pues, ahí sí…, respondió sin terminar la frase. En el mundo «formal» y profesional de aquel importante diario, Z es el equivalente de ese «muchacho provinciano para limpieza» que se anuncia en el cartelito de la avenida Javier Prado. Ella no lo veía de esa manera. No tenía el lenguaje de su lado y no podía nombrar al Monstruo que la afectaba.

Las grandes empresas no tienen que publicar avisos como el del cartelito para contratar «cholos baratos» o «muchachos provincianos». Esta mano de obra llega sola. Los cholos envían sus hojas de vida y esperan que los llamarán por sus capacidades. Pero los funcionarios de recursos humanos son expertos escaneando el origen de los postulantes, como demostraron los profesores Francisco Galarza y Gustavo Yamada en un informe para la Universidad del Pacífico. Las fotografías, los apellidos y los barrios dónde vivimos son señales luminosas de nuestra ubicación en la pirámide social. Con ese filtro, las compañías van cubriendo sus puestos de trabajo, poniendo a cholos aquí y a blancos allá, porque el sistema racista nos educa en la idea de que las personas, por nuestra piel u origen, servimos para esto sí y para aquello no. Si quieres un profesional que se reúna con tus clientes importantes, este no puede apellidarse Mamani, no puede ser cholo, no puede vivir en Caja de Agua. Para esos puestos más visibles están los «blancos».

Este conocimiento práctico no está escrito en los reglamentos internos de las empresas. No es necesario. Quienes alguna vez hemos tenido que contratar personal para una compañía sabemos que las cosas funcionan así.


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Al igual que las plantitas que lo rodean, el cartelito de la avenida Javier Prado responde a un ecosistema específico. El ecosistema social peruano es brutalmente racista y divide a la población en dos: están las personas y también las semipersonas. Las semipersonas somos los ciudadanos de segunda clase marcados por nuestro origen («provincianos», «cholos», «serranos», «indígenas», «negros»), y a quienes el Virreinato y ahora la República nos ahoga en eufemismos para explotarnos con facilidad. El Estado y las empresas y la sociedad en general nos tratan bajo aquel subestándar por default, por tradición, porque nuestros padres o abuelos o ancestros fueron indios sirvientes o esclavos o, en el mejor de los casos, parte de la gran invasión que descendió de las provincias.

En esta narrativa tan interesante, el «muchacho provinciano» es el semiciudadano que baja a la urbe sin ser dueño de nada, como cantaba Chacalón, a fines del siglo pasado.

El «muchacho provinciano» no tiene propiedad ni derechos: es un ser vulnerable. Por eso los empleadores lo buscan con ansiedad seduciéndolo con esos cartelitos dulces que parecen guiar a la casita de chocolate de los cuentos de hadas. En la casa donde crecí y en las de muchas personas que conozco, las familias contrataban a «muchachas provincianas» para que hicieran las labores domésticas a cambio de comida, una habitación y algo de dinero. Parte del régimen «cama adentro» (otro eufemismo), consistía en que el «cholo» o «chola» debía dormir en casa para que estuviera disponible las 24 horas del día. Si el engreído de la familia llegaba borracho a las tres de la madrugada, la «chola» debía levantarse a calentarle la comida. Faltan cuatro años para celebrar un nuevo centenario de la Independencia, y el sistema de esclavitud funciona a todo vapor.


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La conversación alrededor del racismo está abierta tanto en las redes sociales como en las universidades. Ambos espacios de discusión son importantes pero tienen grandes limitaciones. La academia habla en difícil y es elitista: sus investigaciones y hallazgos tardan mucho en llegar a la comunidad. En las redes sociales, por su parte, reina un clima de indignación permanente que refuerza la creencia de que el racismo solo es el acto espectacular de insultar o discriminar. Por ejemplo, la publicidad donde todos son blancos, el video donde un estudiante le dice india a una compañera, la foto del cartelito que busca muchacho provinciano.

Facebook se ha convertido en un videojuego ultra adictivo, y en este espacio maniqueo el racismo suele ser un villano al que todos debemos fusilar. El anonimato facilita el lanzamiento de piedras; y el apanado virtual vende la ilusión de que rinde frutos importantes: la publicidad racista es retirada, el responsable se disculpa, el villano se marcha al exilio. Lo raro es que, luego del remezón, el mundo vuelve a ser más o menos igual de racista que antes. El ejercicio continuo de denuncia y escarmiento virtual no facilita el cambio ni permite profundizar en las dimensiones más complejas del racismo. ¿Cuáles?


  • El racismo es el sistema que nos contiene, y todos, de una manera u otra, jugamos con sus reglas y, al hacerlo, lo perpetuamos.

  • Esas reglas les dan mayor poder y privilegios a un sector de la población (las personas) y ponen en desventaja al otro sector (las semipersonas, los cholos, los negros, los indígenas).

  • El racismo y el machismo son las dos caras del mismo Monstruo y se deben combatir de manera conjunta. #NoAlRacismo y #NiUnaMenos tienen que ser los superamigos.

Importa mucho mantener la conversación abierta y vigente, pero también hace falta trasladarla a espacios mucho más decisivos que las redes sociales. ¿Adónde? Pues donde los problemas siempre se han resuelto: la vida real. Es decir, al trabajo, la escuela, las familias, el Estado. La siguiente imagen parecerá de ciencia ficción pero es necesario imaginar que un día no tan lejano todas nuestras instituciones tendrán comités donde los trabajadores conversarán de estos temas y reflexionarán de manera abierta y creativa para encarar el racismo. Nada cercano a esto existe aún en nuestra cultura. Por eso la verdadera democracia sigue siendo una utopía futurista.

El racismo se puede desmontar, como cualquier sistema. Pero para hacerlo necesitamos voluntad. Querer hacerlo. Hay casos de estudio. Los directivos de la empresa de radio por internet Gimlet Media, por ejemplo, decidieron que su compañía fuera más diversa cuando notaron que 24 de sus 27 empleados eran blancos. ¿Cuál era el problema con esto? Que la demografía de la empresa no reflejaba la demografía de Nueva York, donde opera la compañía, ni la demografía de sus audiencias, tan llenas de latinos, negros, árabes y más. A partir de entonces, Gimlet publica un reporte anual de sus contrataciones y cualquiera puede ver allí la evolución del staff en términos de origen y de género. ¿Se puede hacer algo así en Latinoamérica? ¿En el Perú? ¿En tu trabajo?

Si comenzamos a trasladar la conversación sobre racismo a espacios reales y cotidianos podremos reflexionar con mayor profundidad sobre el papel que cada uno desempeña en esta tragicomedia. Allí los «ciudadanos de segunda clase» podremos expresarnos y conocer las herramientas necesarias para defendernos. Una de las más importantes es el lenguaje. Tenemos que aprender a llamar a las cosas por sus nombres (racismo al racismo) para así desarmar los eufemismos que nos rodean y que sostienen el Apartheid criollo: «Muchacho provinciano», «Publicidad aspiracional», «Barrio marginal», «Conos», «Moreno», «Buena presencia», «Curriculum con foto», «Poblador o Residente», «Modesta condición». Y así.

El racismo es un delito en el Perú pero esto no significa nada si quienes tienen que aplicar la ley no entienden cuándo ni por qué deben hacerlo. El cartelito de la avenida Javier Prado sigue allí, llamando a gritos a los muchachos provincianos para esclavizarlos. No lo retiran las autoridades ni los ciudadanos, una señal de lo difícil que es visualizar a ese Monstruo gigantesco que nos separa. No lo vemos ahora pero podemos aprender a hacerlo. []28-11-2017]

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