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Marco Avilés

Preguntas

Los dueños de un diario del Perú les han prohibido a sus periodistas hacer preguntas durante las entrevistas. La historia me la contó un reportero que renunció tras intentar sin éxito acatar la medida. ¿Es posible entrevistar a alguien sin abrir la boca? Los directivos del medio implementaron esta innovación para mantener contentos a los accionistas y a los anunciantes, ese dúo tóxico. En las páginas del diario desfilan ministros, empresarios, banqueros y otros poderosos que a veces son accionistas o quienes compran las páginas de publicidad. La prohibición tiene matices: los reporteros pueden conversar con esos personajes sobre el éxito de sus negocios, sobre las millonarias inversiones que crearán miles de empleos en el país y, acaso, sobre su plato de comida favorito. De ninguna manera sobre las cosas que los lectores merecen saber.

Un día, aquel periodista iba a entrevistar al directivo de una empresa de telefonía. La compañía es famosa porque su servicio de atención al cliente es una antología de lo peor del tercer mundo y porque le debe al Estado unos dos mil millones de dólares en impuestos, una suma que alcanzaría para construir una Carretera Panamericana de cuatro carriles desde Tumbes hasta Tacna. En términos técnicos, es una empresa pendeja. El tema de la entrevista parecía obvio: ¿Por qué la compañía no paga sus deudas? ¿Cuándo va a hacerlo? ¿Sabía el directivo el significado de la frase perro muerto? Antes de salir a cumplir la comisión heroica los editores le ordenaron al reportero que no hiciera esas preguntas.

Que un editor les prohiba a sus periodistas hacer preguntas plantea una imagen tan surreal como la de un director de orquesta que les prohibe a sus músicos hacer música durante un concierto. El público los agarraría a sillazos. Los músicos no son idiotas. Cuando ofrecen una presentación, por lo general, hacen su trabajo. Esa regla lógica no se cumple en la prensa, donde los editores insisten en hacer periódicos que no contienen periodismo. Esos diarios cuelgan en los kioskos como trapos sucios con precio de tapa. Los lectores los miran desde las veredas y han aprendido a no comprarlos.

Los editores de esos medios explican que en las últimas décadas el público se ha vuelto estúpido. La gente ya no lee, dicen con amargura. Y por un momento hasta tienes ganas de creerles, y sientes compasión por ese oficio donde Hemingway y Vargas Llosa aprendieron a poner una palabra después de otra, y que ahora agoniza por culpa de esos malditos lectores infieles. Esa es la versión oficial que los editores difunden en foros y en salones de clases. La vida real cuenta una historia diferente: la gente va a la playa cargando best sellers de quinientas páginas y los libros de Elena Ferrante son coquetos ladrillos que consumimos como si fueran caramelos. Cuando te das cuenta de la paradoja, provoca agarrar una silla y lanzarla contra el puesto de periódicos más cercano.

Muchos diarios son traficantes encubiertos de publicidad o centros de estética unisex para empresas y políticos con problemas de imagen. A inicios del 2015, Domino’s Pizza se marchó del Perú porque el público se había enterado de que la cadena empleaba cucarachas y caca de rata como ingredientes. La náusea fue por esos días un sentimiento nacional en la capital de la gastronomía. Después de un año y medio, la empresa reabrió sus tiendas con una campaña de prensa que sabía tan mal como sus pizzas. El día de la reapertura, el diario que no hacía preguntas publicó una nota de más de medio millar de palabras donde ninguna de ellas era «cucaracha». El artículo celebraba el diseño moderno de las nuevas cocinas de la pizzería y recomendaba a los lectores estar atentos a las promociones en Facebook. El texto es una pieza que los arqueólogos del futuro ojalá encuentren para entender cómo es que algunos diarios se jodieron solitos insultando la inteligencia de los lectores. ¿Cómo puedes escribir un artículo sobre una pizzería que cocinaba cucarachas sin mencionar la palabra cucaracha? Bienvenidos al mundo de los periódicos que no contienen periodismo.


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Ser editor de un diario te otorga una silla privilegiada en la empresa. Los accionistas te consideran personal de confianza, una especie de capataz de sus intereses. Te invitan a sus casas, a sus fiestas y a veces hasta te dejan entrar a las reuniones donde ciertos anunciantes deciden qué se publica y qué no. Muchos diarios son pequeños vampiros capaces de todo por un trago dulce de dinero. Sus editores entran en el juego. Se arrodillan ante Drácula y, de vuelta en las redacciones, muerden el cuello de sus padawans. Les prohíben hacer periodismo, les enseñan cosmetología. Si entrevistas al directivo de telefonía tal -dicen- no le preguntes de la deuda. Si escribes sobre Domino’s, no menciones las proteínas. Si vas a hablar de Odebrecht, que sea en la página de sociales. Jamás digas corrupción delante de un poderoso. Es más, te irá mejor si te metes la lengua al culo.

Los periódicos sin periodismo (y sus sucedáneos en la televisión y la radio) son antros donde los jóvenes reporteros se corrompen o se marchan apenas pueden para salvar la reputación, el único activo importante en este oficio. Hay editores decentes que intentan la proeza del exilio interior: cierran los ojos y luchan por mantenerse en posición flor de loto mientras todo se cae a pedazos alrededor. ¿Cómo lo consiguen? Las salas de redacción ya no son salas de redacción sino salas de copy paste.


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Reviso diarios en papel con la nostalgia familiar de quien trabajó en ellos. ¿Eran las cosas distintas a inicios del 2000? Entonces yo era un reportero recién salido del nido. Los editores editaban, enseñaban y a veces hasta escribían; sin embargo, algo en el horizonte había comenzado a preocuparles. Volvían de las reuniones importantes trayendo el malhumor de quien ha sido regañado. Asesores extranjeros caminaban por los pasillos del diario con actitud de apóstoles. Predicaban la devastación que traería internet. Aconsejaban que hiciéramos lo contrario de lo que habíamos aprendido. Los editores tenían el dudoso privilegio de oír esos sermones a puerta cerrada: escriban menos -decían los gurús-, la gente no quiere leer, no quiere pensar.

La pérdida de lectores era un drama que los periodistas jóvenes de la década pasada vivimos con la irresponsable incredulidad con la que ahora nos enfrentamos al cambio climático: sabíamos que algo raro ocurría pero confiábamos en que no estaríamos allí para ver el desenlace. Uno aprende a negar el desastre para sobrevivir. Yo salté del barco el 2003, siguiendo el canto de sirena de las revistas. En los años que siguieron, el fin del mundo ocurrió dentro de los diarios mientras, fuera de ellos, el público le prestaba cada vez más atención a los celulares. Los diarios echaron reporteros, cerraron oficinas de investigación, clausuraron páginas de crónicas y redujeron al mínimo posible el espacio para escribir. El diario para leer se convirtió en el diario para no leer. Semejante reingeniería trajo consecuencias que sorprenderían al mismo Dr. Frankenstein. El periódico sin periodismo es un producto sin alma, un espanto, y sin embargo está allí, mirándonos a la cara todos los días.

Muchos periodistas que se marcharon de los diarios en los peores años de la crisis descubrieron que era más fácil hacer periodismo fuera de los periódicos. Inventaron nuevos medios en la internet, y desde esos espacios ahora intentan contarles historias al gran público mientras buscan financiamiento para alimentar a sus criaturas. Para mi generación, el mundo virtual es un gran campo de refugiados. Tarde o temprano los reporteros que ya no encajábamos en los medios de papel (porque no pagan o porque se prostituyen) terminamos emigrando a esa tierra prometida virtual, donde todo aún es frágil y el dinero sigue siendo una promesa. Los diarios sin periodismo también han levantado campamentos en la web. Internet es un caos creativo, bullicioso, incivilizado y a veces criminal como el lejano oeste. Es un concierto a todo volumen las 24 horas del día. O, más bien, millones de conciertos las 24 horas del día, los 7 días de la semana, los 365 días del año. Es autopista, es telaraña, red de redes, el universo entero. También produce insomnio.

Esta tarde, conducía al trabajo por una calle cubierta de nieve e intentaba en vano escuchar un podcast. La intención de escribir este artículo me creaba un terrible cargo de conciencia. Qué fácil es describir y criticar a los diarios cuando no estuviste en su fin del mundo, pensé. ¿Qué quiero decir en este texto que nadie me ha pedido y por el que nadie me ha pagado? ¿Que los periódicos de papel ya no tienen lugar en este mundo donde vencieron las pantallas?

Todo lo contrario. Esta época caótica que promueve la distracción es cuando los diarios impresos podrían cumplir una misión titánica. (No me refiero a los diarios corruptos sin periodismo sino a otros que tenemos que inventar o revivir). Los periódicos pueden sacarnos de la burbuja virtual y caótica donde todos gritan y nadie entiende nada. Su aparente desventaja, el papel, es su principal virtud. El papel puede llevarnos de la mano a un espacio más tranquilo donde es posible recuperar la concentración, la calma, la buena actitud para escuchar y aprender o disentir, lejos de las redes de las múltiples ventanas abiertas de los clics de los memes de los links de los inbox de las campanitas y de toda esa chatarra diseñada para retenerte. El periódico es como el cine: el encanto de esta tecnología es que te impide hacer clic. ¿Se puede hacer un diario con la ambición con la que se hace una película? ¿Se puede hacer un diario con la inteligencia grupal con la que trabajan las cocinas profesionales? ¿Se puede hacer un diario tan honesto como un concierto de música? ¿Tan confiable como un buen amigo? ¿Tan necesario como un desayuno? Cuando los arqueólogos del futuro escarben en los escombros del siglo pasado encontrarán, si es que encuentran algo, que el periodismo impreso tuvo ideales. Los primeros en olvidarlos fuimos los editores.

Ahora que el siglo XXI ha envejecido de manera prematura, las pantallas se han vuelto el drama de todos los días, Black Mirror es el evangelio del final y otra vez el pesimismo empieza a tapar el sol. Cuando conduzco mi auto por las carreteras de Maine, lejos de todo y de todos, tengo la sensación de que hay algo raro y, sin embargo maravilloso, en el silencio de esta época. Y no lo decimos porque parece una herejía: las soluciones a los problemas de internet no vamos a encontrarlas en la internet. [19-1-2017]

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