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Marco Avilés

Pizzas

El hombre dirigía una fila de cerdos por un pasillo del criadero. Uno de los animales se detuvo. No quería andar. El hombre tomó una vara de fierro con una punta y golpeó el lomo del cerdo. Lo hizo con furia, como un leñador que quiere partir un tronco.

–No tengas miedo de pegarle –le dijo a un colega–. Hazlo duro. Muéstrale que tienes huevos.

El colega tenía una cámara de video escondida. Y registró esta y otras escenas cotidianas de crueldad en Natural Pork Production II, una inmensa fábrica parte de un emporio que cría millones de cerdos cada año. Los cerdos bebés que no crecían a la velocidad esperada eran aplastados contra el suelo. Algunos empleados consideraban útil patear el estómago de las cerdas gestantes, cuando estas se demoraban en caminar. Otros disfrutaban drogando a los machos aplicándoles aerosoles en las narices hasta que les salía sangre.

Era el año 2008 en Estados Unidos. El video se volvió viral. La policía detuvo a muchos de los protagonistas de las imágenes y fueron condenados a penas diferentes. En su descargo, los hombres explicaron que su conducta era algo cotidiano en el criadero y culparon al estrés.

El dueño de la compañía, Lynn Becker, explicó a los periodistas que desconocía esas conductas de crueldad. Algunos testigos, sin embargo, recordaban haber visto a Becker demostrando él mismo cómo se debía matar a los cerditos estampándolos contra el suelo.

El escándalo puso en posición defensiva al gremio de criadores industriales de cerdos. Pronto sus lobistas promovieron una norma que penalizaba el uso de cámaras escondidas dentro de sus fábricas.


*


Los médicos de la clínica Mayo, en Minnesota, se interesaron de manera especial por una docena de pacientes que mostraban síntomas de parálisis en manos y piernas. Habían llegado a consulta en diferentes momentos, a mediados de la década pasada, pero compartían un patrón particular. Casi todos eran migrantes mexicanos y trabajaban en Quality Pork Processors, un matadero que por entonces procesaba mil trescientos animales cada hora. Destazaban a los animales en cortes diversos para ser vendidos en los supermercados del país.

Aquellos pacientes operaban en un área particular de la planta, un ambiente conocido como la Máquina Cerebral. Su tarea consistía en extraer el cerebro de los cerdos usando aparatos de presión. El ritmo era tan intenso que parecía irreal. Los cráneos rodaban por una faja transportadora en una habitación inmersa en una nube de vapor y partículas flotantes. El aire era de color rosado y los trabajadores lo respiraban sin máscaras de protección. Al poco tiempo, muchos empezaron a notar que las piernas no les funcionaban. Pidieron permiso para ausentarse. Acudieron a la clínica.

Los médicos les hicieron exámenes. El sistema inmunológico de los obreros había desarrollado mecanismos de defensa contra las partículas invasivas (partículas de sesos de cerdo) que respiraban en aquel lugar. Lo raro era que esas defensas ahora empezaban a atacar el cerebro de los pacientes.

La historia llegó a los medios de comunicación cuando estos trabajadores, en diferentes grados de invalidez, querellaron a la empresa. No solo se quejaban del estado de salud en que se encontraban, sino denunciaban que la compañía no quería reconocer su responsabilidad. El seguro se resistía a cubrir los gastos médicos. Algunos empleados incluso habían sido despedidos sin sus beneficios de ley. Mientras tanto, la compañía seguía procesando cerdos a la misma velocidad, con las mismas técnicas.

Lo que ocurre después se puede leer en el libro The Chain, del periodista y editor Ted Genoways. Se trata de un precioso trabajo de reportero que te traslada a la atmósfera gore de la producción de alimentos a gran escala. Gore. The Chain, publicado en 2014, ha motivado que los políticos y autoridades de este país (comenzando por el presidente Obama) debatan sobre la velocidad y salubridad de las fábricas de carne, ese sistema brutal que no solo produce chuletas sino obreros paralíticos y mutilados.


***


¿Qué ocurre con la comida antes de que llegue a la mesa? Esta pregunta derrumbará las paredes de tu cocina.

Los restaurantes profesionales han cautivado durante décadas a periodistas y lectores por esa creatividad, locura y conocimiento que se vive en ellos. No hace mucho, sin embargo, los reporteros empezaron a seguir las pistas y las historias de los ingredientes y lo que han hallado es un planeta en crisis. El mundo entero es una gran fábrica de comida con ambientes de hambre y horror. Uno de los riesgos de averiguar sobre el origen de nuestros alimentos es que podemos perder el apetito.

Un consumidor informado, curioso, preguntón no es buen negocio para las empresas que producen comida de mala calidad. Lo entendimos en el Perú a inicios de 2015, cuando una noche tranquila, luego de una espera prudente, el periodista Carlo Navea recibió una pizza por delivery en cuyo interior se alojaba una crocante cucaracha.

Navea comunicó el hallazgo a la empresa. La empresa dudó del testimonio pero intentó recuperar la evidencia. Si el cliente quería una nueva pizza, debía entregar el producto completo. Navea había consumido casi la mitad antes de descubrir al insecto. Estaba oculto entre la salsa de tomate y el queso. Echó al tacho lo que quedaba y conservó solo la tajada con el raro ingrediente. No quería una nueva pizza. Quería su dinero de vuelta. La empresa aclaró: Era la pizza o nada.

Navea se indignó. Publicó en sus redes sociales una fotografía y relató el episodio con claridad. Era periodista y además escribía bien, un detalle vital para enfrentar a una compañía kafkiana.

Domino’s Pizza respondió culpando al cliente por malinterpretar su política de atención. El comunicado contenía un sutil filo ideológico y apelaba a la confianza natural que, se entiende, los consumidores deben profesarle a las grandes empresas. Decía: «Queremos recalcar nuestro compromiso de ofrecer a nuestros clientes el más alto estándar de calidad y sanidad». Más tarde una gerente nerviosa, de apellido Boloña, iba a intentar una rara disculpa –«Somos pizzeros, no comunicadores»–. Pero el papelón estaba hecho. El mensaje estaba mal redactado pero no era estúpido.

Cuando una empresa transnacional recalca que te ofrece el más alto estándar de calidad, no sé, te sientes chiquito, como si te sacara en cara algo obvio que quizá has olvidado. La empresa apelaba a un concepto complejo. Establecía una línea. Te ponía el parche. Hasta provocaba disculparse. Los altos estándares de calidad y sanidad, en mi caso, concitan imágenes de científicos en trajes blancos que diseñan protocolos algorítmicos en oficinas ultrasofisticadas de paredes asépticas.

Era paradójico. Los cocineros de Domino’s ni siquiera usaban guantes. Revisé las redes sociales. La mayoría de comentarios se solidarizaban con el cliente Navea. Aplaudían su reclamo. Atacaban a la empresa. Pero, como suele suceder, la minoría tenía un encanto especial. Anoté algunos comentarios:

No creo que sea culpa de la empresa (franquicia) es culpa de los inspectores sanitarios y el poco control sanitario y de la pobre cultura en el manejo de alimentos que hay en nuestro país -a todo nivel y status ojo-. Me llama la atención eso de grabar/seguir en las mismas condiciones (con las cucarachas) rutinariamente… hasta que… llega la oportunidad de «atacar al empleador «malvado/explotador»»… en serio que todos nuestros valores están re-re-contra-chuecos (los de los proletarios y los de los que-se-quedan-con-la-plusvalía) Muchas veces los que adquieren las franquicias en nuestro país no respetan «La filosofía» de la empresa madre.

Hay un tono culposo en estos comentarios. Como si quienes los escribieron hubieran internalizado a la perfección que «los más altos estándares» son esas políticas que se diseñan en países del primer mundo y que, en nuestro triste tercer mundo, nuestra pobre mano de obra no es capaz de cumplir. Es fino. Es ideología. La falsa ideología de que acá ocurren desastres que allá no. Los hechos contradicen ese cándido precepto. Las empresas pendejas lo son en todos lados. The Chain te lo recuerda.

Poco después de que Domino’s apelara a sus altos estándares de calidad y sanidad, la realidad maravillosa los desmintió. Los inspectores sanitarios que visitaron sus locales hallaron caca de rata en una de sus cocinas. La televisión mostró cucarachas, moscas y a empleados que cogían la comida con las manos sucias. Tampoco usaban gorros para evitar que el cabello cayera sobre la mozzarela. La cadena tenía una cola de ex empleados descontentos. Daniel Infante, que había sido jefe de tienda, se quejaba porque lo habían despedido sin los beneficios de ley, después de haber trabajado ocho años en la empresa. Tenía un hijo recién nacido. Ganaba novecientos soles. Más o menos trescientos dólares.

Un sueldo de trescientos dólares para alguien de esa jerarquía (de esa responsabilidad) parecía contradecir el espíritu altivo de aquel comunicado. ¿Qué demonios son los altos estándares cuando los salarios de tus trabajadores están por el suelo?

Los altos estándares no significan nada. Son parte de un vocabulario engañoso donde se mueven otros bichitos. Protocolo riguroso, máxima calidad, excelencia en la producción. Puro palabreo de ejecutivo. No describen nada concreto. Apelan a la buena fe del consumidor, que casi nunca tiene la oportunidad de traspasar la barra de atención (o las paredes de la fábrica) para ver lo que en realidad ocurre con su comida. Porque confía. Cree en la bondad inherente de las empresas y del sistema.

La compañía cerró todas sus tiendas en el Perú acorralada por el escándalo y el desprestigio. Anunció que reabriría después de una auditoría privada. No pública. ¿O sea? Los expertos en manejo de crisis explican que Domino’s exhibió una pésima estrategia de comunicación. Debió haber respondido mejor. Debió haber tratado mejor al cliente. Debió evitar que la crisis mediática creciera tanto. Es un punto de vista de estratega comunicacional. Con seguridad, la compañía se habría evitado muchos sinsabores si contaba con un mejor plan de manejo de crisis. O si contrataba con antelación a esos especialistas. Pero el problema de fondo nunca fue un asunto de comunicación sino de salubridad y engaño. Domino’s recalcaba los sagrados estándares sanitarios mientras sus tiendas seguían cultivando cucarachas.

Las buenos consejos que los estrategas diseñan o sugieren para las empresas no siempre son buenos para la salud del consumidor. Si Domino’s Perú hubiera atendido mejor el reclamo del periodista Carlo Navea, quizá las tiendas seguirían abiertas. Quizá el negocio seguiría funcionando. Y hasta habría ganado reputación. Pero quizá, también, los trabajadores seguirían preparando las pizzas en medio de la secreta y corporativa suciedad de siempre. Desde mi punto de vista de consumidor, la pésima estrategia de comunicación de Domino’s fue lo mejor que pudo haber ocurrido. Expuso la miseria interna de una compañía de comida que, para empezar, pagaba sueldos de hambre.

El protagonista de esta historia no es la cucaracha. Es el periodista que no se tragó la pizza y resistió la prepotencia de los ejecutivos que invocaron los altos estándares. Esta prepotencia es ideológica y trasciende el mundo de la comida. Está en cada una de las actividades económicas donde una empresa poderosa, por el solo hecho de serlo, asume que el ciudadano de plano le debe respeto y acaso veneración. Una empresa no logrará que el consumidor confíe en ella por el solo hecho de comunicar que cumple altos estándares. Lo conseguirá solo cuando demuestre con los hechos que cumple lo que tiene que cumplir. Para empezar, importa que sean limpios.

Que hablemos con respeto de la batalla de un reportero es una señal de confianza en el oficio, en un momento en que muchos periodistas atraviesan una crisis de identidad similar a la Peter Parker: ¿Qué soy? ¿Qué seré? ¿Seré?

Las crisis a veces se superan con un poco de voluntad. Cuando el periodista se desahueva y decide hacer su trabajo. Por ejemplo, cuando se para frente al grandote y le dice que no le cree. En ese momento el villano se hace chiquito. Los lectores seguiremos comiendo pizzas hasta que llegue el fin del mundo. Alguien tiene que meterse a la cocina para descubrir las cucarachas escondidas. [2015]

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