El panadero de la televisión era flaco como un tenedor, y su trabajo consistía en permanecer despierto todas las noches, frente al horno, mientras el resto de su barrio dormía. Era experto en convertir el trigo en comida tanto como en resistir el cansancio. En una época, recordó, su oficio tuvo cierto prestigio. «La gente solía decir: “Oh, esa chica se casó con un panadero, siempre tendrá comida”», dijo mientras saboreaba un trago de té, en su taller de alguna ciudad del norte de África. El programa era una oda foodie al pan, y pasó por alto un detalle romántico: ¿Qué tan contenta estaba la esposa del panadero?
La mía no parecía muy feliz con mi afición. No soy un panadero profesional como aquel personaje, pero la cocina de mi casa se ha llenado de artefactos para hornear y harinas diversas. No he pisado una panadería en varios meses, pues nada se compara a las hogazas perfumadas y calientes que salen de mi propio horno, y sobre las que la mantequilla se derrite como miel. El pan de casa es rico pero tiene un costo emocional: la harina desperdigada en el suelo, el sueño alterado y, en especial, ese olor ácido que emana la masa madre en permanente estado de fermentación. Según A., huele a media sucia.
¿Debería dejar de hacer pan en casa y, como casi todas las personas que conozco, volver a comprarlo en el mercado? No es una opción. ¿Debo reconocer entonces que quizá estoy volviéndome una persona excéntrica? ¿Por qué me empeño en hacer mi propio pan? Tengo un empleo a tiempo completo, igual que A. En casa, ella lava la ropa y limpia las habitaciones. Yo voy al mercado, cocino para ambos y lavo los trastos. Nada cambiaría si, al menos el pan, lo trajese ya hecho. ¿Qué piensan ustedes?
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Los Estados Unidos siguen siendo la tierra de las oportunidades para muchas personas, pero vivir en este país tiene efectos secundarios. Idealizar los rituales de tu país alrededor de la comida es uno de ellos. Cuando llega la una de la tarde, en Lima, nada parece más importante que sentarse a una mesa para almorzar con los amigos o los colegas del trabajo, ya sea en un restaurante o en un guarique. El almuerzo crea un paréntesis de quietud en medio de la locura de la vida, y se vuelve una excusa para reunirse a charlar, como una larga hora de recreo. Suena tan simple que parece un lugar común o, peor, un espejismo creado por la nostalgia.
En los Estados Unidos, por el contrario, el almuerzo no le mueve un pelo a la gente. No tiene encanto social. Se vive más bien como un problema individual que cada quien resuelve como puede y donde puede. En la oficina a la que acudo una vez a la semana, por ejemplo, la hora del almuerzo se deja sentir a partir del mediodía, cuando los trabajadores transitan hacia la cocina para usar el microondas. Destapan sus loncheras, calientan la merienda y luego, sin mayor ceremonia, regresan a sus escritorios. Allí comen a solas mientras siguen respondiendo correos electrónicos, como si comer fuese un incidente biológico que de ninguna manera puede quitarte tiempo de trabajo. Un amigo, en otro empleo, almuerza comida congelada que compra en bandejas listas para cada día de la semana. Intento no juzgar lo que veo, pero es inevitable. No quiero eso para mí. ¿Debo luchar contra la tradición? ¿Se puede?
No tengo respuestas, pero cierta resistencia interior está convirtiéndome en algo que nunca imaginé. No quiero comer un pan que no haya hecho yo mismo. Si se trata de pasar una tarde distendida picoteando cosas, yo mismo tengo que preparar el guacamole o el hummus, y de ninguna manera compro salsas embotelladas. ¿Quieres dumplings, querida esposa? Yo los hago. ¿Se te antoja comida india? Voy a aprender. ¿Recuerdas el queso paria del Perú? Ya tengo la receta. Quiero cocinar todo el tiempo y, de ninguna manera, perder el control de lo que entra en mi mesa o en mi lonchera. Porque si me descuido –esta es mi pesadilla–, un día quizá olvidaré la alegría de comer como aprendí a hacerlo. Estados Unidos es un país de inmigrantes, generoso, te ofrece el futuro, pero te quita el pasado.
El otro día volví a casa rendido luego del trabajo. Dejé la lonchera vacía en el mostrador y me senté en la cocina a beber una cerveza. A. salió un rato más tarde y se sirvió un vaso de vino para acompañarme. Le conté que había almorzado dentro de mi carro, en el estacionamiento de un mall a treinta millas de distancia. A la misma hora, ella había abierto el refrigerador y encontrado una olla con lentejas y otra con arroz, una comida sencilla que yo había preparado al vuelo esa mañana. En ese momento, me dijo, se sintió privilegiada.
[7-8-2016. Revista H]
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