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Marco Avilés

Noticias

Piji y yo salimos a caminar cada mañana a un rincón del bosque donde él explora nuevos lugares donde orinar mientras yo me preparo mentalmente para comenzar el día. Esta pequeña excursión no dura más de una hora, y es un rito de limpieza en el sentido más puro (orinar, hacer caca) y también en el metafórico. Ayer fue domingo. El diario llegó cargado de la cuota habitual de malas noticias. Leí sobre los huracanes en el trópico, las guerras en Oriente, los lobbies para ocultar la crueldad contra los animales en la industria de comida, la extinción de las ballenas en el Caribe, la historia de una empresaria manoseada por Donald Trump mientras este hacía negocios con el marido, el escándalo por el video donde Trump aconseja sobre cómo hipnotizar mujeres agarrándolas de la vagina. Y, para cerrar, por la noche, vi el debate presidencial. Trump no solo no había renunciado a ser candidato sino que estaba allí, caminando de un lado al otro del estudio como un cíclope enfadado, y daba lecciones éticas sobre lo que su oponente debió o no debió hacer como secretaria de Estado. Me fui a la cama con una sensación de malestar estomacal y desperté con dolor de cabeza. Por fortuna, hoy es feriado y voy a pasar el día estudiando. Pero transitar desde ese mundo que se cae a pedazos en las noticias hacia la tranquilidad que todos buscamos para afrontar nuestro día no siempre se logra por default. Hay que construir rituales que nos ayuden a saltar el charco del pesimismo.



¿Es posible que alguien como él sea presidente? ¿Cuánto tiempo le quedan a las ballenas? ¿Por qué comemos carne de cerdos masacrados a patadas?  Estas preguntas me perseguían esta mañana camino al bosque. Pero la decadencia no es esa película de la que nos enteramos solo en las pantallas. Está en todos lados y, por supuesto, en el pueblo donde vivo. Un candidato local al Senado ha llenado las calles con sus carteles de campaña. Su oferta principal es «Los ciudadanos de Maine primero». Todos los demás (incluido yo, por supuesto) podemos irnos al otro lado del muro que el supremo líder construirá de llegar al poder. Ese político ha tenido la delicadeza de colocar un cartel en el jardín de mi casa. Es de color blanco con letras azules y se aviene bien con los colores de la arquitectura local. Un mensaje bárbaro se alojaba con falsa urbanidad en la vida cotidiana. Nadie dice nada. Ni yo.



La decadencia de una época se parece a una nube negra inmensa que lo cubre todo y tiene la apariencia corriente de un mal clima. A veces parece difícil huir de esa sombra, y uno termina aceptando que las cosas son así, que esa luz sucia que cubre el mundo es la única que existe. La decadencia es esta falta de optimismo, la falta de alternativas, la falta de soluciones: esta idea de que el mundo es una gran masa de seres humanos glotones que, mientras se tragan todo, comienzan a tragarse a sí mismos. La decadencia es un estado de ánimo. Una bolsa de plástico en nuestras cabezas que nos lleva a creer que asfixiarnos es lo mismo que respirar. O que sobrevivir es lo mismo que vivir.

Esta mañana, el viento soplaba muy fuerte haciendo sonar las hojas de los árboles como si todo el bosque fuera un gran quitasueños. Una pareja de venados se atravesó frente a nosotros dándonos la bienvenida. Piji corrió a hacer lo suyo. Yo emprendí la caminata de todos los días. La mañana era fría pero el sol iluminaba el sendero haciendo brillar las hojas caídas. Era imposible no darse cuenta de que algo mágico nos hablaba en el lenguaje de las cosas. El bosque estaba vacío de gente, de testigos, mientras miles de árboles agitados por el viento ejecutaban un concierto dramático y quizá feliz. Cual conquistador, Piji trepó una pequeña colina e hizo caca bajo esa música heroica.

Hoy entendí algo sobre el sentido de estos paseos. En Lima, donde viví antes, solía hacer lo mismo frente al mar de la ciudad mientras Piji escarbaba la arena en busca de huesos enterrados y cangrejos. Luego de unos minutos ambos volvíamos sobre nuestros pasos para zambullirnos en ese mar de dos millones de vehículos y ocho millones de personas que es la capital del Perú. Caminar (acá o allá) es mucho más que mover las piernas. Caminar es una manera a veces desesperada y a veces inconsciente de huir del pesimismo de esta época. Hay días en que uno llega tan lejos en esa ruta que es posible encontrar una luz nueva, distinta, que te permite ver lo mismo de siempre pero con otro ánimo. Algo parecido a la serenidad.



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