Esa mañana me despertó el insistente golpeteo de una mosca contra la ventana de mi habitación. Era grande como una pasa, y su cuerpo rebotaba de manera triste cada vez que ella intentaba el vuelo hacia la libertad. Mi primer pensamiento fue: levántate y mátala. No lo hice. Aquella era una presencia inusual y heroica para esa época del año. Era mediados de diciembre en Maine, ese estado en el extremo noreste de Estados Unidos, donde vivo junto con mi esposa y mi perro, y para entonces la temperatura exterior había caído a casi cero grados. La llegada de la nieve era inminente. Coyotes, puercoespines, zorrillos, venados y otros animales del bosque estaban refugiándose para hibernar. Algo similar ocurría con los insectos, pues hacía mucho que no se los veía en casa. Aquella mosca era una superviviente. ¿Cómo había llegado a mi casa? ¿Cuál era su historia? ¿Se merecía una oportunidad?
En lugar de matarla decidí liberarla más tarde en el bosque, cerré los ojos, abracé a A. y me volví a dormir. Horas después, estaba afeitándome para ir al trabajo cuando la mosca entró en el baño. Volaba de manera atolondrada, como si algo en la casa o en el mundo no terminase de encajar muy bien. Su presencia me alegró. ¿Qué habría ocurrido si la hubiese liberado? Con seguridad se habría congelado y a esa hora de la mañana su cuerpecito negro sería apenas una partícula diminuta de todo lo que desaparece con el invierno. Decidí adoptarla en mérito a su heroísmo. Pasaría con nosotros el resto de su breve existencia.
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Una tarde de inicios de año, A. y yo fuimos a una piscina pública donde la gente disfrutaba el día feriado lanzándose a las aguas heladas en una especie de ritual de buena suerte. Los adolescentes se lanzaban clavados heróicos. Los viejitos tiritaban. Las chicas se tomaban selfies. Era un ambiente de inocencia absoluta que, al menos por un momento, te aislaba de la realidad trágica de estar vivo en un mundo que se muere. Me senté a un lado para disfrutar el momento feliz. Me llamó la atención una pareja de patos salvajes que nadaba en el centro de la piscina con una elegancia de coreografía. Tenían un color café muy brillante y se movían despreocupados desde un extremo de la piscina al otro, muy cerca entre sí, como si sostuvieran una conversación interesante que, a la vez, los aislaba del bullicio general. Nadie los espantó. Nadie les tiró agua. Nadie les lanzó comida. Los patos tenían una dignidad maravillosa. ¿Cuál era la relación entre esas dos aves?, me pregunté. ¿Acaso se trataba de una pareja? ¿Eran hermanos? ¿Madre e hijo? ¿Dos amigos charlando? Los observé durante largo rato, y hasta sentí ganas de saludarlos. Hola, me llamo Marco. ¿Puedo ser su amigo?
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¿Está la mente del ser humano impedida para que podamos dejar de pensar como humanos? Los expertos que estudian la conducta de los animales recomiendan no humanizarlos. Es decir, no atribuirles sentimientos o características que solo son válidas para los hombres.
Pensaba en este problema hace unos días mientras Piji jugaba con Daysi, la perrita negra y peluda de los Clutchey, los vecinos que nos alquilan la casita en la que mi familia y yo pasamos el invierno. En cuanto Piji sale a orinar, Daysi abandona su casa y vuela a su encuentro. Corren juntos o se persiguen hasta fatigarse. Luego él la quiere montar, y ella se escapa. A veces él hace alarde de su fuerza y se interna en el bosque corriendo entre las ramas secas que se quiebran a su paso. Entonces Daysi se queda esperándolo y se dedica a olfatear los sitios donde Piji ha meado. Ella huele detenidamente con la concentración de una novia que lee una carta de amor. Luego Piji regresa de sus aventuras y vuelve a perseguir a su amiga. Trata de montarla. Ella intenta morderlo. Se sienta en sus patas traseras. Oculta su tesorito. Está esterilizada.
Otras veces Piji sale de casa y se va volando hasta la casa donde vive Daysi. No sé qué ocurre entonces. No sé si ella ladra para que la dejen salir o rasguña la puerta o llora. Al rato están juntos haciendo travesuras. ¿Son amantes? ¿Son amigos? ¿Qué son? El único dato cierto por ahora es que ambos tienen la misma edad, tres años, y la misma energía loca. Pero no soy ciego. Sé que en el fondo hay algo entre ellos que nunca terminaré de entender.
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Piji y yo salimos al bosque para cumplir nuestro ritual matutino: mear juntos y correr un poco. Yo andaba despreocupado y lo perdí de vista. Piji cada vez reacciona mejor a mis llamados. Y no se pierde. Regresa cuando se lo pido. No había pasado demasiado tiempo. Yo descendía una pequeña colina que lleva hacia la carretera cercana, distraído, cabizbajo, mirando las ramas dispersas en el suelo, cuando de pronto un venado gigantesco como un caballo salió del bosque a toda velocidad y se detuvo un paso de mí. Fue apenas un segundo. Me clavó sus enormes ojos negros, como esferas de marfil, y volvió a correr presa de sus nervios. No terminaba de salir de mi susto cuando un segundo venado, un tanto más pequeño, se deslizó en la misma dirección. Piji ladraba con un tono agudo un tanto lastimero. No era un ladrido de rabia sino una especie de gemido de alerta. Estaba avisándome de esa presencia extraña. Los venados habían pasado delante de mí y yo pude sentir toda su energía en movimiento. Podrían haberme matado si acaso se les ocurría embestirme. Piji se internó en el bosque tras ellos y entonces temí lo peor.
Piji es un loco temperamental, curioso y a veces (creo) irresponsable. Intente ir tras él para evitar que su curiosidad excesiva lo arrastrase hasta un punto del cual no pudiera retornar. Mi suéter se enredó en unas ramas espinosas y perdí valioso tiempo intentando liberarme. Cuando por fin pude entrar en el bosque ya no se oía ningún ruido: ni los ladridos de Piji ni el trote alarmado de los venados. Grité el nombre de mi perro varias veces, silbé, aplaudí. Seguí gritando en medio de la nada llena de árboles inmensos. Mi día se iba a ir a la mierda. Tendría que buscar ayuda para buscar a Piji. Y en algún momento de mi tragedia -pensé- tendría que darme tiempo para hacer llamadas para cancelar mis citas de trabajo. Me detuve un momento y me callé para poder escuchar. Entonces oí el tintineo de su collar. Venía desde la colina donde yo había visto a los venados. Piji había regresado al mismo lugar. Me había hecho caso. Vino a mi encuentro bajando las orejas y la cola, agobiado por la vergüenza, como cuando sabe que ha hecho algo mal. Pero no se lo permití. No había nada de qué arrepentirse. Tomé su barbilla y lo acaricié. Muy bien, Piji, le dije. Muy bien. Y regresamos juntos a casa. Está madurando, pensé, por pensar algo.