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Marco Avilés

Machismo

En la secundaria, un compañero contó que un tío suyo iba a llevarlo al prostíbulo el siguiente fin de semana. Los demás escuchamos supongo que con envidia y asombro. Alguien le dio una palmada en el hombro diciéndole: «Hazlas sufrir», y nadie notó nada extraño en esa frase. Muchos soñábamos con ser estrellas del porno y consumíamos porno con la misma devoción con que consumíamos videojuegos o jugábamos al fútbol. A veces faltábamos a clases por cualquiera de los tres motivos. Recordé ese «hazlas sufrir» al leer este pasaje de Rebecca Solnit:

«En un estudio de comportamientos en el porno popular, de 304 escenas casi el 90% contenían agresiones sexuales hacia las mujeres, donde ellas casi siempre respondían de manera neutral o con placer. Es más, las mujeres a veces pedían a sus parejas que se detuvieran, luego aceptaban y comenzaban a disfrutar la actividad sin que importase cuan dolorosa o degradante fuera». Más adelante, ella (Peggy Orenstein) dice: «Universitarios hombres y mujeres que reportan haber usado porno recientemente son más propensos a creer en el «mito de la violación»; es decir, que solo los extraños cometen agresiones sexuales o que, en todo caso, la víctima lo ha pedido… Las usuarias de porno son más propensas a no intervenir cuando ven que otra mujer está siendo amenazada o atacada y son más lentas para reconocer cuando ellas mismas están en peligro». O sea, el porno se ha vuelto instructivo para hombres y para mujeres, y las instrucciones pueden ensordecer las voces ajenas como las propias. El silencio viaja a través de muchas avenidas.
(Hace algunos años, Sam Benjamin escribió sobre su carrera como joven director de porno en la capital del porno mainstream, San Fernando Valley: «Mientras que mi tarea principal era asegurarme de que las chicas se desnudaran, mi verdadera responsabilidad como director era asegurarme de que ellas fueran castigadas»).
La inmensa cantidad de porno que existe ahora toma formas innumerables, y pueden haber sin duda muchas excepciones. El producto mainstream, sin embargo, parece tratar sobre todo de la erotización del poder más que del poder del erotismo. Mucho de lo que se describe como heterosexual es una homoerotización del triunfo masculino; es como un deporte donde la excitación consiste en que las mujeres sean infinitamente derrotadas».

Quizá los chicos podemos hablar de esto en estos tiempos tan revueltos, como una manera de responsabilizarnos de lo que nos corresponde. Quizá podemos hablar de nuestro consumo del porno y de cómo esto nos ha llevado y nos lleva a ser indudablemente quienes somos. El porno es instructivo. Y como dice Solnit, el porno mainstream no solo trata de hombres y mujeres dándose placer sino de hombres agarrando a mujeres como pedazos de carne y viniéndose sobre ellas de las maneras más pastrulas. Todo está conectado. «Hazlas sufrir», le dijimos a ese amigo de la secundaria, con nuestra cabeza llena de porno. Y acá estamos.


EL SILENCIO DE LOS HOMBRES

Los chicos no usamos ropa interior rosada. Los chicos no nos agarramos la mejilla entre chicos. Tampoco lloramos entre chicos. Los chicos no hablamos de nuestras inseguridades en el sexo, entre chicos. Los chicos posamos como máquinas folladoras ante los otros chicos, y en el fondo no siempre (o casi nunca) somos lo que decimos. Hay zonas ocultas que a muchos hombres nos cuesta mostrar, ya sea entre hombres o con mujeres. Zonas emocionales que aprendemos a ocultar desde chiquitos hasta que, luego, de grandes, olvidamos cómo volver a ellas, cómo sacarlas de donde están. Ese olvido o silencio o desconexión de nosotros mismos, dice Rebecca Solnit, es uno de los costos del patriarcado. ¿Será cierto eso? 

«Tener una voz es crucial. No lo es todo en derechos humanos, pero es central a ellos, así que puedes considerar la historia de los derechos (y de la falta de derechos) de las mujeres como la historia del silencio y de cuando se rompió ese silencio.
El silencio es lo que permitió a los predadores arrasar, a lo largo de décadas, sin ser notados. Como si las voces de estos hombres públicos prominentes hubieran devorado las voces de las otras hasta volverlas nada: un canibalismo narrativo. Ellos las dejaban sin voz para rehusarse y luego también aquejadas con historias difíciles de creer. «Difíciles de creer» son aquellas a quienes los poderosos no querían conocer, escuchar, creer, aquellas a quienes no querían reconocer una voz. La gente moría al no ser escuchada. Algo ha cambiado.
Quien es escuchado y quien no definen el status quo.
En el patriarcado el silencio está presente en todos lados, aunque demanda diferentes silencios de hombres y de mujeres. Nadie lo ha explicado mejor que Bell Hooks:
‘El primer acto de violencia que el patriarcado demanda de los varones no es la violencia contra la mujer. El patriarcado demanda de todos los hombres que estos automutilen su mente de manera comprometida, que maten sus propias zonas emocionales. Si un individuo no tiene éxito al dañarse emocionalmente a sí mismo, puede dar por hecho que los hombres del patriarcado emprenderán rituales de poder que atacarán su autoestima’.
Quiere decir que el patriarcado requiere que los hombres se silencien primero a sí mismos. Que aprendan no solo a silenciarse ante los otros sino ante sí mismos, sobre asuntos de su vida interior y de su personalidad.
Un cierto tipo de integridad emocional es el precio que los varones deben pagar a cambio de poder, y la renuncia comienza muy temprano. Cuando le pregunté a un sobrino, de la manera más neutral posible, justo antes de que cumpliera cinco años, por qué el color rosado ya no estaba entre sus favoritos, él sabía con exactitud de qué iba la conversación: ‘Me gustan las niñas. Solo que no me gustan las cosas de niñas’, dijo. Él ya sabía cuáles eran las cosas de niñas y que no debía dejar que esas cosas lo definieran.»

Extractos de «Una breve historia del silencio». Rebecca Solnit.


CÓMO LUCHAR CONTRA EL MACHISMO SIN SALIR DE CASA

Muchos creen, creíamos, que el racismo es un estado del mundo que vamos dejando atrás conforme el tiempo pasa. Que el racismo quizá en unos siglos dejará de existir gracias a que el antirracismo, su némesis, vencerá. Quizá estamos equivocados y hemos puesto el optimismo en el lugar equivocado. El racismo y el antirracismo, dice Ibram Kendi, han evolucionado juntos y siguen haciéndolo hoy y seguirán caminando de la mano mucho tiempo más. El racismo no se acaba, solo se transforma. Esto explica que a un presidente negro, en los Estados Unidos, le siga el actual. O que en el Perú convivan una industria que adora los diseños shipibos y congresistas que llaman a los indígenas salvajes. Las dos fuerzas están allí, amarradas.

El racismo y el machismo son hermanitos de sangre. Comparten patrones. Ambos sirven para explotar a la gente. Uno puede leer las ideas de Kendi y reflexionar sobre el machismo. ¿Será que el machismo no disminuye sino que se transforma? Se transforma y se oculta y vuelve a salir mucho más fuerte dentro del mismo Estado que debería combatirlo? Aflora en el contenido de una ley, en la composición de un gabinete de ministros, en la amenaza de un político a una colega, en una sentencia, en la inacción del Presidente, en la incapacidad para desarrollar políticas públicas que frenen la violencia contra las mujeres, en la imposibilidad de mencionar la palabra género en el Congreso sin que los fanáticos te echen fuego. Ese machismo monstruoso que corroe el Estado tiene una némesis, y está en en el mismo Estado, encarnado en políticos que se le oponen, y también en la voz de lxs ciudadanxs indignadxs.

El machismo tiene ideólogos, operadores, intelectuales, novelistas y hasta poetas. Leer no te salva.

La tensión machismo/antimachismo existe en todo nivel. En los hogares. En las amistades. En las relaciones de amor. El machismo es muy activo. Quema. Ignora. Degrada. El antimachismo no puede ser pasivo. Tiene que curar. Alzar la voz. Pelear. El antimachismo, para los varones, supone emprender una primera batalla con uno mismo. Mirarse al espejo, confrontarse, preguntarse, incomodarse y no huir sino quedarse allí. Es la batalla que muchos no queremos dar porque ni siquiera sabemos que tenemos que darla. Y salimos a las redes y hablamos de feminazis, de exageradas, de locas y esparcimos argumentos que revelan que esa primera batalla con nosotros mismos no la hemos emprendido, ya sea por miedo, por comodidad, por ignorancia o porque mamá nos sigue preparando la cena o porque nuestra pareja sigue haciendo las cosas que no queremos hacer nosotros.

Hay que tomar posiciones, chicos. La primera de ellas puede ser frente al espejo, en solitario. Si vamos a tirar una piedra que sea contra ese monstruo que se esconde ahí mismo. [2-5-2018]

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