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Marco Avilés

Libros

Un día leí esta frase en twitter: «Uno debe quedarse con ganas de leer y largarse a escribir». Y me quedé pensando mientras la alegría de leer se convertía en complejo de culpa. ¿Debería estar escribiendo en lugar de leer como un vicioso?

A veces vengo a trabajar a una biblioteca pública, en Brunswick -un pueblito con una sola avenida, una librería, un cineclub, un restaurante japonés, uno griego, uno vietnamita y muchas cosas únicas más-, en Maine. Cargo mis libretas de apuntes y me digo que hoy avanzaré más que ayer con lo que estoy escribiendo. Pero los estantes son pura miel y yo soy una mosca. Tengo un carnet y jamás la suficiente fuerza de voluntad para pasar de largo. Hoy saqué estos libros:


-El libro de los viajes inolvidables. Grandes escritores sobre grandes lugares.  Una selección de historias publicadas por la revista Traveler, y donde aparecen Francine Prose, Philip Gourevitch, Robert Hughes, entre otros.

Portrait inside my head. De Phillip Lopate, un maestro del ensayo personal y de la crónica sobre Nueva York.

Cross Country. De Robert Sullivan, un reportero loco que hace unos diez años publicó una increíble crónica sobre una comunidad de ratas gourmet que vivía en una calle de Manhattan, a los sombra de lujosos restaurantes. Este libro es su testimonio de viaje por los senderos secretos de Estados Unidos, siguiendo la misma ruta de Kerouac.

Estos volúmenes se sumarán a algunos libros que voy leyendo desde hace un tiempo en los pequeños paréntesis que me deja el trabajo.

Shopping for a better country. De Josip Novakovich, un novelista croata-gringo que ahora está nacionalizándose canadiense. El libro fue un regalo de A., mi novia, que conoció al autor tras una conferencia hace algunas semanas. Es una selección de crónicas personales donde cuenta y piensa sobre la muerte de su madre, su vida de migrante, su búsqueda de un nuevo país.

She left me the gun. De Emma Brockes, una periodista inglesa que cuenta la historia de su madre antes del matrimonio. ¿Se entiende? Es una memoria de familia. La compré en la librería del pueblo, Gulf of Maine, que es propiedad de un poeta marxista muy amable y que me reconoce siempre porque creo que soy uno de los pocos que le compra la revista Lucky Peach. En la caja, un cliente vio el libro y dijo: «Es un gran título». Lo que viene luego es mejor. ¿Por qué mi madre me heredó un revólver? Se preguntó la autora antes de escribir lo que escribió.

La muerte del padre. De Carl Ove Knausgard, ese fenómeno comercial noruego del cual me enteré a destiempo (tengo la primera novela de seis) gracias a los artículos de Jordi Carrión e Iván Thays, a quienes siempre leo a destiempo. Kanusgard explota sus recuerdos de infancia, las memorias familiares, y las alterna con el relato de su vida cotidiana de padre de familia y esposo escritor. Es una mezcla adictiva de memoria y novela que cruza las fronteras de la verdad y la invención sin los problemas que ese ejercicio generaría en los autores que se tatúan la rótulo de no ficción en el pecho.

No sé cómo ni cuándo terminaré de leer este cargamento. Ya lo veremos. Siempre leo muchas cosas a la vez. Pero mi ritmo es irregular. Un día leo un libro, al día siguiente otro. A veces picoteo dos o tres. Y siempre tengo un cargo de conciencia. Da igual si durante la mañana escribí cinco horas hasta que los ojos y los dedos me dolían, y con ese esfuerzo me gané el derecho a una siesta.

Llega una edad en que leer produce complejo de culpa. Y extrañas los años de universidad cuando podías salir con una chica, inflar el pecho y contarle todo lo que leías hasta que te callaba con un beso o, en el peor de los casos, te dejaba hablando solo.

Ahora la dura realidad es que, a los treinta y pico, a nadie le importa cuánto lees sino cuánto escribes y publicas.

(Gracias a Katya Adaui por el tweet, una cita de Liliana Heer) [29-9-2014]

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