Después de devorar los últimos cartílagos del carnero, Piji y yo fuimos a pasear a un bosque cercano. Grandes festines exigen grandes ejercicios. El bosque de la bahía Merrymeeting es inmenso y casi siempre está vacío de gente, así que puedo dejar a mi amigo andar sin correa. Él suele tomar la delantera aunque cada tanto vuelve la cabeza para mirar qué tan atrás estoy o para averiguar qué dirección he tomado. Hoy me dolía mucho el muslo izquierdo, así que el paseo fue lento. Estuve a punto de decidir quedarme en casa, pero entonces el día de Piji habría sido muy aburrido y esto me habría dado mucho pena. A veces imagino que Piji espera con impaciencia mis días de descanso para poder hacer lo que no hace el resto de la semana: correr, correr, correr.
En cuanto llegamos al parque, Piji saltó del carro, echó la cabeza al suelo y se puso a olfatear siguiendo, seguramente, el rastro de algún animal. Avanzó con la decisión de quien cumple una tarea pendiente. Yo, muy muy atrás, caminaba lento, mi cabeza divagando, y extasiado por los colores del cielo de Maine. Pasear es ejercicio físico, pero también una oportunidad para darle aire a tu torturada cabeza de ser humano. Los problemas cotidianos se atoran en la mente como automóviles en una calle sin salida. La casa que queremos construir. El libro que (ya casi) no tengo tiempo de terminar. El dinero que no llega. El dinero que se va. Los proyectos. La cocina. El amor.
Andar, más allá de su lirismo, ayuda a desatar los nudos mentales. ¿Qué efecto tienen los paseos en mi perro? Lo obvio es que le sirven para evacuar el vientre y la vejiga. También exprimen su energía y le dan salud. ¿Pero acaso hay más que eso? En un momento, Piji se internó en un sector lleno de arbustos y ramas secas, imposible para una persona, y se perdió de vista. Quizá perseguía una ardilla o el dudoso perfume de los zorrillos. Escuchaba a lo lejos el tintineo de su collar y el ruido de las ramas quebrándose a su paso. ¿Qué ocurriría si se perdiera y nunca más volviéramos a estar juntos?, me pregunté. ¿Resistiría el frío de las madrugadas? ¿Encontraría la manera de sobrevivir, de conseguir comida? A pesar de sus impulsos locos de animal hiperactivo, Piji, mi perro sin pelo tropical, es tan ajeno a ese pedazo de naturaleza como yo, hombre de ciudad. Y depende tanto de mí como un niño de sus padres. Mi dependencia (como la suya en parte) es sentimental.
Como dueño suyo apenas estoy aprendiendo a reconocer las facetas de nuestra relación. El día anterior una pareja de amigos y su pequeño hijo había pasado la tarde almorzando en nuestra casa. Matt había cocinado un hombro de cordero al horno con hierbas perfumadas, y lo comimos en baguettes crocantes, remojándolos en una salsa de ají amarillo, que preparé para acompañar un tiradito de pescado (mi contribución). Después de la sobremesa salimos a caminar en el bosque cercano. El pequeño Enzo conducía una pequeña bicicleta de madera y se movía con agilidad entre las ramas secas. Matt y su esposa Anna lo miraban con cariño, orgullosos del niño que estaban criando. No sé que sentía A., mi esposa, en ese momento. Pero yo solo tenía ojos para Piji. Él nos acompañaba corriendo alrededor a una velocidad impresionante, con esa confianza de quien conoce el lugar mejor que nadie. “Es tan rápido”, comentó Matt. “Es tan guapo”, añadió Anna. Piji vestía una chaqueta verde sobre una camiseta gris (para protegerlo del frío), y un pañuelo anaranjado alrededor del cuello (para que los cazadores no lo confundan con un venado). Entonces sentí que es lo más cercano a un hijo que tengo. Amigos que tienen descendencia publican en sus redes fotos de sus niños. Yo sigo publicando las fotos de mi perro.
Esta mañana, como cada lunes, A. se marchó a Boston y nos dejó la casa sola. Piji y yo hicimos una pequeña caminata y volvimos a desayunar. Trabajé unas horas en la computadora mientras él dormía en la alfombra en el sitio exacto donde un delgado rayo de sol caía. A la hora del almuerzo, estudié las posibilidades: 1) un aguadito poderoso que descansaba dentro de una olla, 2) los hermosos restos del carnero de la tarde anterior. Matt había tenido la gentileza de dejarme su fuente llena de huesos bañados en caldo. Destapé ese contenedor precioso como si se tratara de un cofre. Y en ese mismo instante entendí lo que tenía que hacer. Soy carnívoro y aquella era una presa magnífica: un cuarto de caja torácica llena de coágulos de colágeno, briznas de carne y costillas suavizadas por horas de hervor. Llamé a Piji, jalé su plato de comida, y deposité en él una generosa ración de hilachas y cartílago. Mientras él daba cuenta del festín con la desconfianza de perro educado en el consumo de camote y arroz y galletas, yo me zambullí en la fuente y ataqué los huesos sin pena alguna. Éramos dos animales comiéndose a otro. Más que eso. Éramos dos hermanos ejecutando una travesura a escondidas del mundo. [3-11-2015]