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Marco Avilés

#hadas


Una startup de limpieza de casas y oficinas, en Lima, ofrece a sus clientes «hadas» a «tiempo completo». «Hadas» es un eufemismo dulce para el duro trabajo de hacerse cargo de todas las tareas del hogar: limpiar, cocinar (las tres comidas), lavar, planchar, hacer mandados, atender a los niños. ¿Cómo hace una persona para cumplir con todo eso dentro de las ocho horas legales del régimen laboral?



Muchas personas que hemos crecido en casas donde había empleadas «cama adentro» podemos decir que ese régimen de trabajo era en realidad un régimen de servidumbre; es decir, uno que asumía que la empleada estaba en tu casa no para trabajar sino para cumplir tus deseos durante las 24 horas del día. Las chicas eran como de la familia, se decía para endulzar la realidad. Sí, claro.



Hay problemas obvios en la publicidad de esta compañía:

-Las clientes siempre son blancas.


 

-Las hadas siempre son marrones.




La fórmula es típica. La publicidad asigna roles opuestos según el color de la piel. Blanco = cliente. Marrón = sirviente. Pero hay algo aún más triste en la lista de servicios que se espera de las «hadas» a tiempo completo.



Los dos últimos puntos son una invitación a la melancolía pesimista, al recuerdo de un pasado que no se va, que se reinventa, que se asocia con la tecnología, que se convierte en StartUp.

«Mandados:Si necesitas ir a la tienda o recoger algo en la casa de una amiga, tu Hada estará dispuesta a hacerlo por ti.Cuidado de niños:También puedes dejar a tus hijos bajo el cuidado del Hada. Ellas también son mamás, los cuidarán muy bien».

Curioso: si el hada está trabajando a tiempo completo en tu casa cuidando a tus hijos, ¿en qué momento ella cría a los suyos? En este punto ya no interesa mucho la empresa. Esta solo comercializa de una manera moderna lo que ya existe desde la época de nuestros tatarabuelos: la servidumbre, esa institución nacional que supedita a unas personas a los deseos de otras disfrazando la relación como un empleo. «Hadita, anda cómprame un helado a la tienda, porfa, que estoy chateando con mi Cuchis». «Hadita, anda pídele al vecino que baje el volumen de su radio, por fa, que no me deja tomar mi siesta». «Hadita, porfis, ándate al otro lado del mundo a conseguirme tres pelos del diablo». Cuando paseas por algunos distritos de Lima y ves a las empleadas domésticas uniformadas, yendo y viniendo, es posible sentir que la capital del Perú es todavía esa ciudad antigua llena de «haditas» corriendo a cumplir mandados de patrones invisibles.

«¿Existe una relación entre el crecimiento económico y la situación de los trabajadores domésticos en general?», se preguntaban los investigadores Leda Pérez y Pedro Llanos en su artículo Visibilizar lo invisible. Su respuesta es brutal pero lógica:

Una de nuestras hipótesis es que en medio del crecimiento económico de la última década, estas trabajadoras han subsidiado de alguna manera la movilidad socioeconómica de la así llamada “clase media emergente”.

El Perú de hoy crece sobre la base de un mundo doméstico adicto a la servidumbre. No servicio. Ser-vi-dum-bre. Tener esclavos y luego sirvientes ha sido un signo de estatus desde los inicios de esta república contradictoria. ¿Ciudadanos sin República, como dice Alberto Vergara? ¿República sin ciudadanos, como decía el historiador Alberto Flores Galindo? Este recordaba, precisamente en el ensayo que lleva ese nombre, que a inicios del siglo pasado el 20% de la población ocupada de Lima se dedicaba al servicio doméstico. O sea, una de cada cinco personas trabajaba dentro de una casa ajena. Los viajeros que recorrían la Ciudad Jardín se sorprendían al notar la cantidad desproporcionada de sirvientes en esta villa.

«La servidumbre de una casa se compone por lo menos de tres personas: un cocinero, un mayordomo y una muchacha o auxiliar de la señora (…) En las casas más ricas se añade todavía un portero, un segundo mayordomo que ayuda en la mesa al primero, un pinche de cocina o lavador de platos, una lavandera, costurera y tantas criadas como el número de niños lo exija». [Ernest Middendorf. Citado por Flores Galindo en «República sin ciudadanos»]

Ser sirviente no siempre ha sido sinónimo de ser un trabajador con derechos, sino todo lo contrario. Como anota Flores Galindo, a mediados del siglo XIX, muchos sirvientes solían ser niños indígenas que los patrones mandaban secuestrar o comprar de las comunidades andinas.

«Cuando salís para la sierra, las señoritas de Lima no dejan de pediros un cholito y una cholita, y a veces os encargan tantos, que juzgaríais se encuentran en los campos por parvadas». [Sebastian Lorente. Citado por Flores Galindo en «República sin ciudadanos»]

El trabajo de empleada doméstica ha estado tradicionalmente a cargo de mujeres. Andinas. Cholas. Serranas. Huérfanas. Recogidas. Ahijadas. Sobrinitas. Chicas. Muchachas.

«Aviso: ayer lunes 9 se ha fugado de la tienda de la Inquisición N 155 una muchacha de servidumbre nombrada Flora de edad de diez años; se previene a la persona en cuyo poder esté, la entregue inmediatamente si no quiere exponerse a las consecuencias que le resulten por ocultarla contra el Reglamento de Policía, pues la patrona de ella que la ha criado hace las veces de madre». [Diario El Comercio. 1 de agosto de 1858. Citado por Flores Galindo en «República sin ciudadanos»]

En mi barrio de infancia muchas familias empleaban jóvenes provincianas bajo el régimen de «cama adentro». El mío era un barrio pobre pero la servidumbre existía para fortalecer las apariencias. Daba estatus. Los chicos que nos reuníamos en la esquina solíamos hablar con curiosidad de las familias que contaban con una «muchacha» o «chica». Un amigo se refería a la suya como «mi sirvienta». En otras casas, a las empleadas no se les llamaba empleadas, sino ahijaditas. Una vecina tenía muchas «ahijaditas» que llegaban de la sierra, y las familias recurrían a ella cuando necesitaban empleadas. Con el tiempo supe que el parentesco solía ser falso: otro nombre dulce para encubrir la servidumbre o incluso la trata de mujeres.


*


Quizá porque siempre hubo una empleada en mi casa, cuando me tocó independizarme asumí que las tareas más sencillas, como limpiar el departamento, las tenía que hacer otra persona. Durante años contraté a mujeres que se encargaban de hacer lo que yo no quería hacer. Señoras que surcaban la ciudad para atender a gente inútil  ocupada, como yo, a cambio de poco dinero. Sin contrato, sin reglas muy fijas. S., por ejemplo, vivía en Ancón, en el extremo norte de la ciudad, e invertía dos horas y media y tres buses para llegar a mi casa y limpiarla durante media mañana, a cambio de 40 soles o 13 dólares. El pago era estándar. Por una tarifa similar, S. aseaba las casas de otros periodistas y profesionales varones. Pero aunque la servidumbre es un producto que refuerza la sociedad patriarcal, puede también convivir con la reivindicación de género. Lo explica la escritora Natalia Sánchez Loayza en «Cama adentro», una crónica que describe el paisaje legal arisco en el que se desenvuelven las empleadas del hogar. La discriminación que caracteriza este oficio, dice ella,

«nos coloca a mujeres contra otras mujeres. Yo misma, en una de mis supuestas reivindicaciones de género muy tempranas, cuando mi mamá me decía que debía aprender a usar lejía, a lavar bien las ollas o a barrer como se debe, le decía que, como la mujer económicamente independiente que iba a ser, tendría dinero para pagar a alguien que lo hiciera por mí. (…) No pensaba en que mi moderna independencia le costaría la suya a otra mujer.

Mis amigos, en Maine, donde ahora vivo, no me creen cuando les cuento sobre esas «señoras» de la limpieza y menos cuando les hablo de las «chicas cama adentro». Acá, en mi pueblo, si quieres contratar a alguien para que limpie tu casa con regularidad, tienes que ser rico o tener una urgencia especial, pues el servicio cuesta unos 20 dólares por hora, casi tres veces el salario mínimo por ese mismo lapso de tiempo. En el país que se autoproclama el más rico del mundo, la gente común y corriente suele limpiar su propia casa, lavar su propia ropa y, por supuesto, hacer sus propios mandados. Lo aprenden desde niños.


*


En el Perú, la empresa Hadas destaca su vocación por la formalidad. Ofrece seguros, pago puntual y horarios flexibles. Hasta parece tener un espíritu filantrópico. «Una oportunidad de trabajo para madres solteras», reseñó América Televisión. Quizá la empresa tiene buenas intenciones. Pero estas no son suficientes en un país donde la línea entre «ayudar a» y «tomar ventaja de» poblaciones vulnerables es difusa. ¿Buscas trabajar con alguien vulnerable porque es eficiente o porque es vulnerable?

¿Entonces qué? ¿Hadas no debería existir? No es ese el propósito de esta crítica. La empresa ofrece a las trabajadoras del hogar cierta formalidad y garantías y seguro contra accidentes en un mercado muy salvaje, y eso es positivo. Marlene Zheng, la CEO, ha contado que se le ocurrió crear la empresa cuando reparó en la gran informalidad del sector. “Mis socios y yo solíamos tener problemas de orden y limpieza en nuestra oficina. Fue así que se nos prendió el foquito y nos dimos cuenta que había una oportunidad en esta necesidad, además que era un mercado bien informal”, dijo en una entrevista con GS1. El foquito emprendedor se les encendió. La pregunta es para qué.

Sería interesante que las creadoras de esta compañía analicen cuánto de su discurso y sus servicios de hadas a «tiempo completo» dialogan con el espíritu feudal que caracteriza los empleos domésticos en el país. La ciudadanía, los derechos y la dignidad aún son conceptos distantes y potencialmente disruptivos en ese nicho de mercado. Por ahora, el discurso de Hadas es contradictorio. «Hadas es una gran alternativa de empoderamiento para mujeres en busca de un trabajo estable», dijo América Televisión en esa nota llena de buena fe. ¿Qué clase de empoderamiento fomenta una compañía que ofrece «hadas» marrones siempre dispuestas a hacerles mandados a los patrones blancos?

 

PS: Hugo Martínez ha escrito dos artículos sobre servidumbre doméstica en el Perú: Cama adentro: nuestro lado más oscuro y  No primera ministra, todavía no. El último reseña algunos casos de violación sexual narrados en el libro «Prisiones domésticas, ciudadanías restringidas. Violencia sexual a trabajadoras del hogar en Lima», de Teresa Ojeda Parra. La investigadora de la Universidad del Pacífico Leda Pérez también ha publicado bastante material sobre el tema: ¿Al fondo del escalafón?  También en su blog.

PS2: Otra startup en el nicho es Bertha.pe. «Cuánto ganar y cuánto tiempo quieras estar con tu familia, dependerá de ti», dice en su web. «Por tu salud y bolsillo, nuestra plataforma solo te permitirá trabajar un máximo de 60 horas semanales».

Mejor deja que Bertha se encargue.

[19-8-2018]

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