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Marco Avilés

Facebook

A veces cierro mi computadora con brusquedad, como si tapase una alcantarilla, y decido que voy a dejar para siempre las redes sociales. Sin embargo, tras una ausencia breve en la que intento reconciliarme con otras actividades, vuelvo a ellas con el mismo descontrol que un alcohólico a la bebida. Escribo posts «sesudos» sobre temas de actualidad, durante las noches; y al día siguiente monitoreo mi cosecha de likes. ¿Quién comentó? ¿Quién compartió? Reviso mi cuenta al despertar, antes de encender el carro, en el semáforo, al estacionar, a la hora de almuerzo, mientras escribo un correo, después de haberlo enviado, al orinar. Y así.

Algunos domingos no hago nada más que estar en línea, salvo eventuales pausas para almorzar, pasear con mi perro Piji, ver una película. La tendencia es universal. Un estudio reseñado en Forbes dice que una persona promedio maneja seis redes sociales y pasa en ellas unas dos horas al día. No parece gran cosa, pero es más de lo que le dedicamos a caminar, hacer ejercicios, escoger nuestra comida, reflexionar, tomar el sol y otras actividades buenas para la salud. ¿Dar un like aumenta el riesgo de infarto? ¿Cuál es mi problema con las redes sociales? ¿Qué me disgusta tanto de estas hermosas herramientas?


*


A y yo habíamos pasado unos días acampando en una isla en el norte de Maine, y ese domingo un ferry nos llevaba de regreso a tierra firme. Ejércitos de árboles sacudían sus ramas en la costa, como si se despidieran. El cielo celeste parecía pintado a computadora y solo los barcos langosteros en plena faena recordaban que ese paraíso no era una postal sino el lugar donde muchos hombres sacaban comida del mar. Siglos antes, aquel mar estuvo repleto de ballenas que saltaban frente al horizonte. Ahora el verano de Maine atrae bandadas de turistas adinerados que buscan tierras en venta con el secretismo de colonos.

En la nave había una pareja mayor. Él llevaba una camisa blanca a rayas, bermudas y lentes oscuros, y pasó gran parte del viaje estudiando su iPhone, encorvado y distante. ¿Qué podía ser más interesante que aquel océano inmenso que lo rodeaba?


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El problema, mi problema, es que muchas veces yo soy ese turista: un hombre conectado en este mundo ultra conectado. No importa dónde me encuentre ni qué esté ocurriendo a mi alrededor, soy capaz de dejar mi cuerpo congelado en el asiento mientras mis ojos y mente navegan en el timeline infinito. Allí me entero de que alguien que no conozco espera un bebé. Aquella persona que no veo hace diez años se graduó de la universidad. El alcalde de la ciudad donde vivía pintó de amarillo Pokemón un puente virreinal. La selección peruana de fútbol perdió un partido. Cinco tipos violaron a una adolescente. Me entero. Comento. Comparto. Y cuando menos lo espero, el barco de la vida llega al muelle. O ya se hizo de noche. O el semáforo está en verde y alguien está tocando la bocina para hacerme reaccionar.


*


Las redes sociales son ese lugar al que acudes para enterarte de lo que no te quieres enterar. Cuando sales de ellas, la información se va contigo, y aunque ya no estés conectado los mensajes siguen dando vueltas en algún lugar de tu cabecita y se convierten en tus futuros temas de conversación. Tampoco es un horror nuevo. Las redes son tan adictivas como antes lo fue la televisión. Muchos amigos se marchan de Facebook anunciándolo con un último post heroico. Luego de unos días retornan desilusionados de la vida cotidiana. Cuesta mucho estar con uno mismo.

No quiero dejar mis redes sociales. Me importa más crear una disciplina; es decir, una manera armoniosa de pasar el rato en el mundo de los likes sin olvidarme del mundo donde debo hacer las compras para comer. Ambas realidades se parecen pero no son la misma cosa. Uno siente la brecha después de dejar las redes por unos días (digamos cuando acampas en el bosque para pensar, comer y fumar hierba). En la soledad de tu bosque interior, tu cabecita se limpia de pensamientos ajenos y te dice cosas que no sabías que sabías.


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Uno de esos días en la isla, A me convenció de caminar durante nueve horas seguidas. Al volver al campamento me dolían todos los huesos. El cuerpo del ser humano está diseñado para andar a pie –me recordó ella–. ¿Acaso los campesinos no van a pie a sus chacras? ¿Acaso no caminábamos grandes distancias antes de que se inventaran el coche y el transporte público? Pensé en un empleado bancario, alguien que debe permanecer sentado durante horas, y cuyo trabajo consiste en no tener que usar los músculos. Pensé en mí mismo y en tantas personas que conozco. ¿Acaso no es inhumano trabajar como trabajamos, sentados, encorvados, atrapados en cuatro paredes?

Quizá las redes sociales no son el monstruo del que tenemos que desconectarnos. Tal vez son simples herramientas de una especie, la nuestra, que está aprendiendo a no moverse.

[18-9-2016. Revista H]

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