James es un tipo grandote como un oso, y esa mañana ostentaba su fuerza descomunal en el sótano de mi futura casa, una propiedad de más de un siglo de antigüedad que hay que refaccionar para devolverla a la vida. Tenía que nivelar el terreno, que entonces era una cordillera de montañas de tierra y piedras, y había contratado a un par de trabajadores expertos en demolición. James, que tiene veintiséis años, levantaba rocas del tamaño de neumáticos y las arrojaba hacia el exterior gritando como un guerrero medieval. Su rendimiento era tal que, a su lado, su colega y yo parecíamos niños debiluchos. Terry, el compañero, cumplía su trabajo con más astucia que fuerza. En lugar de cargar las piedras grandes, él las partía usando un martillo eléctrico y luego lanzaba los fragmentos probando su puntería. A ratos se detenía para limpiarse el sudor de la frente y se quedaba mirando un rato a su joven colega. James parecía un titán indestructible, un cyborg, un ser de otro mundo. Iba a aventurarse a levantar una roca más, cuando Terry lo detuvo con una mano.
–Espera –le dijo–. No lo hagas tú solo.
Cogió su martillo y partió la roca en tres pedazos.
–Cuida tu espalda –añadió–. Vas a necesitarla en veinte años.
El veterano Terry, que tiene exactamente cuarenta y seis años, veinte más que James, parecía hablarle desde el futuro. El joven lo miró a los ojos un momento. Luego bajó la cabeza, avergonzado.
–Tienes razón –respondió, y se agachó para recoger un fragmento.
Cuando eres pobre y no tienes estudios que te permitan escalar en la pirámide social, es probable que entre tus opciones laborales estén toda suerte de empleos que demandarán tu fuerza física. Tendrás que cargar peso de distintas maneras: en supermercados, en demoliciones, en granjas, donde vayas. Entonces el cuerpo, tu espalda, ya no es solo esa parte de ti que te gusta o disgusta cuando te miras en el espejo. Es, sobre todo, una herramienta de trabajo: la más importante. Los colegas conversaban sobre esto.
Fui a la universidad y tuve una carrera de periodista en mi país, pero esto no importaba mucho cuando me mudé a Maine, en el noreste de Estados Unidos. Mi inglés oxidado era una barrera a la hora de buscar empleos en mi profesión, tanto como mi desencanto con el oficio. Estaba cansado de malvivir como periodista. Entre las opciones que me atraían más estaban puestos como operario en una fábrica de cerveza artesanal (rico), ayudante en un comedor universitario (tendría cerca bibliotecas), vendedor de supermercado orgánico (cool), cocinero en un restaurante (mi sueño dorado), operario de demolición (siempre quise ser un Hércules). En todos los empleos te advertían que tenías que ser capaz de cargar hasta cincuenta libras. Me atraía la demolición, pero, por suerte, nunca respondieron a mi solicitud. Esa mañana, trabajando unas horas junto a James y Terry, la espalda me dolía como si me hubieran metido clavos en ella. No tenía método alguno para el oficio y, al igual que el grandote James, me castigaba haciéndolo con más voluntad que inteligencia. Tras oír su diálogo, me costó retomar la concentración. No era solo a causa del dolor. Intenté imaginarme una vida entera cargando piedras, día tras día, semana a semana, y casi podía adivinar lo que semejante rutina podría hacerle a mi columna. Terry guardaba un bote de aspirinas en el bolsillo.
Ya no hago periodismo pero no puedo evitar ver mi propia vida con ojos de reportero. ¿Será esta una manera de hallar consuelo a las penas vocacionales? ¿De qué sirve mirar y pensar como periodista cuando ya no vives de publicar tus historias? Esa noche, como muchas noches, me preparé una ducha caliente para paliar el dolor de espalda, luego abrí una cerveza y me puse a escribir en mi diario personal, un artefacto que, por tradición, está hecho para que nadie más que yo lo lea. ¿Acaso esconde otra forma de periodismo?
*
Mi primer empleo en Maine fue en la cocina de un restaurante muy bonito y famoso, donde sobreviví durante seis meses hasta que ya no pude más. Me quemé los brazos, me corté las manos y varias veces estuve a punto de perder los dedos rebanándomelos como salchichas. Ahora veo mis cicatrices con cariño, y me recuerdan esas batallas diarias luego de las cuales volvía a casa como un fantasma de mí mismo, y mi pasatiempo preferido era llorar. Lloraba recordando el día, los gritos, las lecciones, culpándome siempre por no ser más rápido o más eficiente o por no hablar un mejor inglés. Luego me quedaba dormido y, en mis sueños, soñaba que estaba atrapado en un barco pirata y que la chef era la comandante que nos enviaba a morir en la batalla. En mi primera noche, recuerdo, el salón estaba lleno de clientes, la cocina funcionaba a máxima velocidad. Mi jefe inmediato, un muchacho de veintiséis años, me ordenó ir al frigorífico a conseguir algo que me sonó a $&·$%·?##. La habitación estaba repleta de anaqueles con cajas y pomos llenos de productos extraños, rumas de cosas que con el tiempo iba a saber que contenían chevre, togarashi, romanesco, kolrabi, rice paddy herb, galanga, kimchi, miso, shiso, yuzu, ponzu. Pero esa vez ni siquiera sabía el nombre de lo que debía buscar, y estaba allí revisando cada rincón de aquel infierno helado, a ciegas. El cuarto comenzó dar vueltas. Cerré los ojos. Y dije: por favor, por favor, solo quiero sobrevivir.
Mis aventuras y desventuras en este empleo reposan en cuadernos que escribí todas las noches, como un desfogue o terapia, pero acaso también porque eso es lo que aprendí a hacer desde que empecé en el periodismo. El cuaderno de notas es tu cofre, tu memoria, tu escondite, tu mujer. La noche antes de renunciar al restaurante había una fiesta para los trabajadores. Para entonces, yo no solo había logrado sobrevivir a la zona de fríos sino que me habían aumentado el sueldo y ascendido a la zona de calientes. Estaba tan concentrado en analizar mi sufrimiento que no veía ningún mérito en mi breve carrera culinaria y solo quería largarme. Tras postular a muchos lugares, me habían aceptado en una ONG que colabora con los latinos migrantes que trabajan en la agricultura. Esa noche el alcohol corría como agua y las nubes de yerba creaban un ambiente de hermandad adolescente. Miré a mis futuros excompañeros con nostalgia anticipada. ¿Cómo sería mi vida sin los cuchillos, sin los gritos, sin la prisa? La jefa de cocina se plantó a mi lado frente a la mesa de comida.
–Eres el cocinero más trabajador con el que he compartido la línea –me dijo mientras se servía una rebanada de pan de aceitunas–. Seguro ya lo sabes.
No lo sabía. Pero iba a llevarme esa frase como premio consuelo de mi paso por aquel lugar. ¿Acaso estaba interrumpiendo mi futuro en la cocina? ¿Estaba cometiendo un error de cobardía? Dejé el restaurante, me tomé unas breves vacaciones en Austin, la capital de los carros de comida, y me embarqué en el nuevo empleo con fe. La ONG ayuda a que los migrantes puedan ir al doctor, incluso si es que no tienen un seguro médico, y mi trabajo consiste en concertar citas, llevarlos a sus consultas, ser intérprete entre los médicos y los pacientes. Y mi principal herramienta de trabajo es la lengua, es decir, el inglés. Adaptarme a vivir en este idioma las 24 horas del día no ha sido tan difícil como encajar en la cocina. Mis cuadernos se han llenado de nuevos capítulos y preguntas. ¿Lograremos mi esposa y yo terminar de refaccionar la casa antes del próximo invierno? ¿El banco nos dará finalmente el préstamo? ¿Nos alcanzará para todos los gastos que se necesitan? ¿Sobreviviré a mi nuevo empleo?
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Estar lejos del Perú me ha servido para reflexionar sobre mi país de la misma manera que estar lejos del periodismo me ha permitido analizar mi oficio sin la necesidad de ejercerlo. A la distancia empecé a criar una pequeña idea. ¿Es posible seguir haciendo periodismo sin trabajar como periodista?
Conducía por la carretera 295 a la salida de Portland, la pequeña y coqueta metrópolis de Maine, mientras mi copiloto me contaba la historia de su dedo índice izquierdo. Él era un exempleado de una fábrica de huevos que en los últimos tiempos había tenido todo tipo de desventuras de salud, pero increíblemente no había perdido el buen humor. Andaba con bastón, llevaba un parche en el ojo izquierdo, tenía cirrosis, pero ahí estaba él, como dicen, tirando el coche. Me dijo que todo ocurrió cuando cortaba carne para un guiso. El cuchillo se resbaló sobre la tabla y se llevó de encuentro su dedo índice, que quedó colgando como un péndulo. El hombre cogió un trapo, devolvió el dedo a su sitio y presionó para calmar la hemorragia. Intentó poner unas tablillas, pero no lo consiguió. Al día siguiente fue a trabajar con su trapo. A veces hacía un mal movimiento, y el dedo sangraba, el trapo se teñía de rojo y él maldecía. Su mujer insistía en que visitara al médico. Pero él, de terco, no lo hacía. Así pasaron dos meses. El dedo curó mal, chueco. Ahora, cada vez que quiere coger un vaso, por ejemplo, abre la mano, intenta agarrar, pero el dedo bendito termina empujando el objeto, como un estorbo al cual se encuentra condenado. Cansado de esta situación, decidió ir al médico, le contó la historia y no esperó un diagnóstico. Le pidió que, por favor, le cortara ese dedo inútil. El médico lo examinó. El dedo estaba chueco pero se movía. Los nervios no estaban dañados. No podía cortárselo. El paciente insistió en su posición. El médico en la suya. Y al final el dedo siguió allí donde está ahora. Jodiendo.
Esa mañana, yo llevaba a este personaje de vuelta a su casa tras una cita con un cirujano que lo iba a operar del ojo. No siempre las historias de los trabajadores son tan divertidas. A veces alguien decide contarme que casi lo mataron en su pueblo de México de un balazo en el cuello. Otra persona me ilustra sobre cómo cruzó la frontera con sus dos hijitos a través de un túnel que justo desembocaba donde estaba estacionado un patrullero gringo; no la atraparon porque Dios es grande, explicó, y los policías estaban dormidos. O ese señor que me dice que se vino al país cuando los narcos amenazaron con matar a toda su familia y que, desde entonces, hace cinco años, no sabe nada de sus hermanos ni de sus hijos ni sus sobrinos porque esa vez cada quien huyó para donde podía. A veces los pacientes no me cuentan nada, pero soy testigo privilegiado de sus aventuras. Un día acompañé a la farmacia a un paciente que acababa de ser dado de alta tras una operación al cerebro, y estuvimos parados tres horas al lado de la ventanilla de la farmacia porque los empleados no lograban comunicarse con el seguro médico para comprobar unos datos. El paciente no sabía inglés. El empleado de la farmacia no sabía español. Se miraban confundidos, desconfiando el uno del otro. «Hay mucho racismo en este país», me decía el paciente. «Si el paciente no trae su tarjeta de seguro, no puedo hacer mucho para ayudarlo», decía el empleado. Mis hombros y el cuello estaban contraídos del estrés y la impotencia de no poder hacer nada.
Los latinos con los que trabajo y yo compartimos la condición de ser inmigrantes en el país que aún se ve y se piensa y se siente el más rico del mundo. Compartimos el idioma. Ciertas referencias culturales: la obsesión con el ají, la nostalgia, la batalla por encajar en este mundo. Pero también nos diferencian otras cosas. Ellos vinieron buscando trabajo. Yo llegué huyendo de mi profesión. Yo fui a la universidad. Ellos no. Ellos trabajan con sus cuerpos. Yo, por fortuna, no siempre tengo que hacerlo. Hay algo así como una frontera entre nosotros. Es una barrera de clase y privilegio a veces no tan sutil que cruzo todos los días gracias a mi empleo (de intérprete y trabajador comunitario) y sobre la que puedo reflexionar y escribir (aunque sea en mis diarios) gracias al entrenamiento que me dio periodismo. Mi empleo actual me encanta. Me paga un sueldo. Me da días de descanso. Exactamente lo que no me ofrecía mi antigua profesión. Renunciar al periodismo me ha dado una conexión con la vida real –con la de los otros y con la mía– que nunca antes había experimentado, y me ha permitido conquistar el derecho de escribir sobre mí, sobre lo que siento y sufro como individuo.
Soy un hombre con un empleo, un inmigrante que quiere tener una casa, familia, y espera vivir en mundo mejor (o no peor). Ya no tengo que desgastarme tocando puertas de revistas para ofrecerles mis historias ni humillarme a la hora de cobrar, si es que el medio es de esos que aún paga. Tampoco reniego por la crisis del periodismo. Cada tanto, sin embargo, escucho las cuitas de mis antiguos colegas que se quejan de lo mal que está todo. De vez en cuando, intento leer a los grandes gurús del periodismo que no se cansan de elucubrar profecías sobre el futuro del oficio, y donde todo estará hecho de luces y los seres humanos tendremos un chip integrado en el cerebro que nos transmitirá las noticias en forma de enzimas, y donde los periodistas tendrán que adaptarse a los nuevos formatos o morirán. Se nota que los gurús no tienen problemas para llegar a fin de mes porque, según ellos, el futuro puede ser cualquier alucinación cibernética excepto aumentar los salarios de los trabajadores. ¿Puede uno salvarse de ese porvenir idiota?
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No traigo ninguna receta. Tampoco estoy seguro de cómo demonios el periodismo podría estar mejor (o no peor). Solo tengo mi humilde testimonio y cierto entusiasmo para compartir con quienes lean esto. ¿Te quejas de tu vida de freelance o de asalariado, de que no ganas lo que mereces, de que no te pagan? Entonces, renuncia a esa forma de periodismo. Busca un empleo distinto y recupera la ilusión de estar presente en el mundo como un protagonista, y ya no solo como cronista de los hechos ajenos. Piensa en todos los oficios que puedes hacer para ganarte la vida, en las personas que conocerás, en las historias que podrás vivir en carne propia, si te atreves. Al principio quizá sientas que te has mudado a otro planeta donde habitan seres que nada tienen que ver contigo, pero esta ilusión es pasajera. Mi único consejo es que, sea lo que sea que decidas hacer, nunca te olvides de tener un buen cuaderno al lado. Te sorprenderá lo que puede llegar a acumular con el paso del tiempo y con tus armas de reportero. [1-5-2016]
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