Acá en Maine, la nieve se retira del bosque un poquito cada día. Lo que hace una semana era una manta dura de hielo y escarcha, ahora es una esponja porosa. Islas de tierra comienzan a emerger alrededor de los árboles. Piji corre entre ellos olfateando quizá los días más templados por venir, quizá el olor de otros animales o, con más seguridad, la caca fresca de los venados, ese raro snack que él degusta con la felicidad de un sibarita peruano. ¡Qué asco, Piji!
Ahora cruzamos un campo abierto salpicado de pinos diminutos. Piji se detiene y pega la nariz al suelo, escarba con las botas. Adentro hay un pequeño nido hecho de paja y hojas secas, como un capullo que parece contener no solo el calor del otoño pasado, sino una especie de luz. Antes de que Piji pueda destruirlo y dejar al descubierto a sus ocupantes, lo espanto y avanzo por el costado sin saber qué hacer: si debo cubrir de vuelta el nido o si solo debo disculparme con los ocupantes en silencio. Pequeños dilemas de esta vida.
Durante estas casi tres semanas de encierro, ambos hemos compartido paseos diarios al bosque, aprovechando el difícil privilegio de estar aislados en un lugar donde la gente de por sí ya vive aislada, distante, sin verse. Mi amiga Gabriela Noles Cotito me envía un meme que lo resume: «Las autoridades del Centro del Control de Enfermedades: ‘las personas deben mantenerse a no menos de dos metros de distancia’ La gente de Maine: ‘Eso es espantosamente cerca'». Sí. That’s Maine, una pintura en serie que repite en parte el escritor Richard Ford, un mainer famoso y millonario, que vive aislado en una casa frente a un mar donde puede nadar él solito durante los veranos. El Maine bucólico adonde migran ricos y famosos para vivir el sueño de la soledad en el campo. Pero Maine también es un estado muy pobre y no tan pintoresco, lleno de gente que trabaja para el día, carpinteros, pescadores, granjeros, constructores, cientos de inmigrantes latinos amedrentados por ICE, jóvenes adictos a los opioides que caminan como fantasmas por las carreteras, gente sin seguros médicos que parecía vivir en un mundo posapocalíptico incluso antes de la pandemia, personas cuyas casas no son una invitación a la poesía sino una suma de deudas y facturas que devoran lentamente a sus habitantes. Eso también es Maine, the real Maine.
Vinimos a Maine, la tierra de mi esposa y su familia, a pasar unos días justo antes de la explosión de la pandemia, y ahora esos días de descanso inicial le han dado paso a una vida diaria llena de decisiones urgentes, comenzando por quedarnos acá mientras ocurre lo que está ocurriendo; y a la vez llena de pensamientos urgentes. ¿Qué hacemos? ¿Cómo hacemos? ¿Qué sentido tiene seguir haciendo lo que hacemos? ¿Cómo seguir haciendo lo que hacemos? ¿Debemos seguir haciendo lo que hacíamos? ¿Debemos hacerlo de otra manera? ¿De qué manera? Mi única sensación corporal es que una sola cabeza no podrá responder estas preguntas.
Dejo que las noticias de esta mañana se disuelvan. Intento que se disuelvan. Pero no se disuelven. Antes parecía tan fácil aislarse de los problemas del mundo. Uno se encerraba en su cabeza y decía que estaba haciendo lo mejor posible mientras afuera ya las cosas estaban ardiendo. Ahora no es posible aislarse porque el desastre nos ha arrinconado hasta hacernos ver (en un plural que uno espera sea realmente universal) que lo único real es la muerte, esta muerte. Y lo ha hecho hasta un punto desde el cual no será posible salir para seguir siendo como éramos.
Durante estos días, me encanta hablar con los amigos y amigas, con los parientes, las colegas, al final de un largo día. Verlas al otro lado de la pantalla. Cenar separados y juntos. Escuchar lo que viven, lo que piensan, y compartir esta angustia detrás de la cual hay también un germen de entusiasmo, como si lo peor encerrase también lo mejor. En esas charlas, por supuesto, hablamos de Piji. Piji el cazador de moscas, el perseguidor de ardillas, el terror del cartero, pero también el filósofo que, cuando no está pidiendo salir para hacer pichi o caca, te puede mirar desde una hondura indescifrable.
En mi pequeña familia, Piji cumple una función casi religiosa. No es solo el hermano menor cuyas fotos y aventuras compartimos, sino un profeta sin pelo que nos empuja a saltar, a mover la cola. Incluso ahora. Sobre todo ahora. [27-3-2020]
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