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Marco Avilés

Cremoladas

Durante un cuarto de siglo, una mujer atendió un puesto de cremoladas bajo el puente más alto de Lima, el puente Villena, también conocido como el puente de los suicidas. La suya era una ubicación estratégica, pues allí capturaba a los caminantes fatigados que iban o volvían de la playa.

Una cremolada es buena para combatir la sed, endulza la vida y además tiene vitaminas. Las cremoladas de Isabel (estoy casi seguro de que se llamaba así) eran oportunas y buenísimas, pero había algo extraño en la vendedora. Si permanecías mucho tiempo conversando con ella era posible que terminara contándote la pesadilla que la perseguía durante años.

Eran los años noventa, tiempos anteriores al boom de la gastronomía, y a doña Isabel jamás la entrevistaron en ninguno de los programas que ahora promocionan las delicias culinarias de la ciudad. Hubiera sido una excelente candidata a Reina de la Cremolada  y, quien sabe, acaso hubiera llegado a ser una de las protagonistas del Festival Mistura, esa feria descomunal de comida que empieza a convertirse en una de las razones para no suicidarse durante el invierno limeño. Por aquellos años, a doña Isabel se la podía conocer a través de las páginas de policiales de los diarios, donde ella evitaba hablar de las virtudes de sus dulces para dar paso a su otra especialidad: los suicidios que acontecían con regularidad a unos pasos de su puesto de cremoladas.

Durante un cuarto de siglo, ella fue la testigo más próxima de las tragedias que concluían al pie del puente. Esposos abandonados, pacientes desahuciados, ancianos desempleados, esquizofrénicos y decenas de almas descalabradas trepaban los barandales del puente como quien tantea la orilla de la vida, observaban el horizonte y se lanzaban cien metros hacia abajo, hacia la nada, como clavadistas con mala puntería. Por lo tanto, doña Isabel, que observaba el espectáculo a sólo unos pasos, también fue por años la persona más solicitada por los periodistas policiales que cubrían esas historias. Para los reporteros, ella siempre tenía a mano el detalle preciso (“cayó gritando: ‘Lo hago por ti, María’”), la hipótesis oportuna (“por la forma de vestir, creo que era un desempleado”) y también la cremolada reparadora en premio a la labor informativa.

Tantos años atestiguando suicidios terminaron convirtiendo a doña Isabel en un personaje que reclamaba su propia crónica. Pronto la verdadera noticia comenzó a desplazarse  desde la calzada donde solían aterrizar los cuerpos (ya liberados de su dolor) hasta el puesto de cremoladas donde ella seguía procurando la paz a los sedientos. No conozco ni he leído de nadie que haya atestiguado más suicidios que doña Isabel.

Un estudio calcula que allí ocurrieron un promedio de cinco tragedias al año. En veinticinco años, debieron ser unos 125 suicidios. No es una cantidad abrumadora, a primera vista, pero había que comenzar a cambiar de opinión cuando doña Isabel describía las consecuencias de su insólito récord. -Al principio, no pensaba que ver o escuchar podía hacerme daño. Cuando uno es joven, la mente aguanta todo. Pero ya de vieja los recuerdos vuelven y vuelven, sobre todo cuando una está durmiendo.

Conversé con Isabel una tarde de sol, bajo el puente. Era una mujer de piel marrón, cabello negro ondulado sobre los hombros y llevaba un mandil blanco. El mandil tenía unas gotitas rojas (cómo olvidarlo) del dulce de fresa que le había salpicado durante el trabajo. Nadie se suicidó durante nuestra charla. Sobre el pavimento sólo refulgía un grafiti en líneas blancas que más parecía una mensaje vial del más allá: “Prohibido morir”, decía al lado del dibujo de un ser humano con los brazos y piernas abiertas.

En los últimos años, me contó ella, sus sueños nocturnos se habían simplificado, como si su subconsciente hubiera elegido el detalle más impactante del cajón de su memoria. Todas las noches ocurría lo mismo. Doña Isabel conciliaba el sueño, pero en medio de la noche un ruido infernal la arrancaba de su letargo y la obligaba a beber agua para recuperar la tranquilidad. Era el sonido indescriptible de un cuerpo que cae a lo largo de cien metros y se estrella contra el pavimento a ciento sesenta kilómetros por segundo. El sonido de los huesos quebrándose dentro de la piel mientras los pulmones, el hígado, los riñones estallan sobre el cemento.

-Plasssshhhh.

Isabel reprodujo ese sonido tomando aire y espirando con fuerza. Poco tiempo después de esa charla, cumplió su promesa de retirarse de ese trabajo. Se había mudado a la casa de uno de sus hijos, en las afueras de la ciudad, y le costaba mucho dinero transportarse. Más o menos por entonces, la municipalidad del distrito mandó construir un sistema de fierro y plástico que envuelve el puente como una cartuchera gigantesca, y ahora allí ya nadie acude a suicidarse. Al pie del puente, tampoco ha vuelto a abrirse un puesto de cremoladas.

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