Ese sábado llegué a casa con una docena de latas de cerveza, listo para comenzar mi fin de semana, pero apenas entré mi esposa me contó que ella ya había comprado un six pack para mí. En mi cabeza de macho cervecero dieciocho latas siempre serán mejores que doce. Pero era evidente que teníamos un exceso de licor en casa, y esta idea tonta no lo era tanto. En los años recientes, el exceso de cualquier cosa me genera cargos de conciencia terribles. La culpa permanece latente durante horas como ocurre con los peores dolores de cabeza.
Yo era un pinche agotado. El restaurante donde trabajo recibe más clientes los sábados que ningún otro día de la semana. Mi papel se parece mucho al de un músico novato al que, de pronto, los Rolling Stones le dan una oportunidad de tocar con ellos. Tengo que cocinar bien, pero, sobre todo, debo estar a la altura de los cocineros con los que comparto la línea: no debo desafinar, no debo cagarla. La fatiga que el trabajo me causa no solo es física sino mental. Después de dejar la cerveza en la refri y besar a A., me preparé una tina de agua caliente con sales y espuma. Llevé un par de libros y, ya en pelotas, abrí la primera latita.
Ahhh.
Al terminar mi ritual higiénico, trasladé los libros a la cama. Fui a la cocina a buscar algún bocadillo con qué acompañar la lectura. No tenía hambre, solo un antojo de algo salado. Antes de salir del restaurante había comido papas fritas, pellejos de pato, arroz con huevo, ensalada de fideos de arroz, pedacitos de chancho al horno, min paos, entre otras delicias, y todo este festín fue acompañado de una refrescante cerveza Oxbow. A. escribía en un sillón de la sala. Al verme husmear entre la comida, se levantó para mostrarme las cosas que había comprado esa tarde: harina para hornear, gelato de almendras, miel de maple, apio, leche de cabra evaporada (hermosa novedad) y una gran bolsa de pistachos. Los pistachos son mi cocaína. Su presencia puede alterar mi conducta y llevarme a límites penosos, como aquella vez en que llegué tarde a un partido de fútbol porque pasé media hora encerrado en mi auto devorando los malditos pistachos. En pleno juego me di maña para, cada tanto, meter mi mano al bolsillo y sacar a escondidas un poco más, solo un poco más. Esa noche, tomé la bolsa y me refugié con ella en la habitación, solos los dos. Destapé una nueva latita de cerveza (la tercera de la noche, contando la del restaurante) para acompañar la merienda que debía acompañar la lectura, y pasé la siguiente hora moviendo la mandíbula.
A la mañana siguiente, desperté con la panza inflada. Mi domingo comenzó con una larga jornada en Waterloo, que acompañé hojeando el Diario de invierno, de Paul Auster, un hermoso tratado sobre la vejez del cuerpo. A. me reprendió con amor: ya ves, eso te pasa por… Luego decidimos compartir un desayuno. Ella debía seguir trabajando el resto del día y yo tenía que hacer diligencias. Piqué una cebolla en cuadritos, un tomate, perejil y los mezclé en un bol con tres huevos. Calenté la sartén y freí dos hermosas tortillas que me recordaron lejanos desayunos en familia. Ella las acompañó con un té. Yo con un café y tres inocentes pistachos que devoré a escondidas.
Enseguida decidí encargarme de la basura y del reciclaje de la semana. Cargué los desperdicios al carro, y nada más encenderlo hallé en la puerta una barra de chocolate. La engullí de un mordisco y pisé el acelerador hacia casa de mis suegros, donde iba a dejar los desperdicios y también recoger a Piji, mi perro.
Piji me esperaba en la puerta. Nos abrazamos como dos enamorados adolescentes. Lo dejé salir al bosque. Yo seguí el camino contrario, directamente a la refrigeradora. Mi suegra la había llenado de primorosas verduras orgánicas: espinacas, zanahorias, beterragas. Me llamó la atención una bolsa con seis tiras de tocino frito. Cogí una del medio, como para que nadie lo notase. Sentí su sabor a cerdo con ciertos toques afrutados, cortesía de la siempre innovadora industria: nada es lo que era. Tomé un nuevo trozo y decidí parar. Si continuaba, mis suegros descubrirían que alguien había dado cuenta de sus reservas. Cerré la puerta del refrigerador y proseguí con su siempre nutrida despensa. Encontré una bolsa de semillas de girasol. Abrí la boca y vacié en ella un chorro generoso. También había un paquete de de almendras. Otro bocado. Una lata de pasas. Otro bocado.
Piji también se merecía un poco de esta felicidad, de manera que saqué unas galletas para perro, y se las ofrecí como me premio en cuanto subió al carro. Luego partimos a la ciudad de Portland. Mi amigo Matt nos había dejado la semana anterior una cacerola llena de huesos de carnero, y ahora tocaba devolverla. Llegamos a su casa hacia las dos de la tarde. Nos recibió Anna, su esposa. Le entregué la cacerola debidamente lavada y, además, una botella llena de café de Etiopía que A. había comprado cuando estuvo trabajando en ese país, hace algunas semanas. ¿Qué harán en Portland?, me preguntó Anna. El día era hermoso para caminar pero yo tenía en mente otra cosa: una visita a la célebre panadería Standard Baking Co., donde podría proveerme de delicias para los próximos días. Nunca había estado en este lugar, pero atesoraba un libro que mostraba la pasión con que trabajan sus panaderos. El local tiene un frontis imponente, pero su interior es discreto, con alma de panadería de barrio hipster. Compré una barra de pain au levain, cuatro panes franceses para Piji y para mí y una especie de cachito de ajonjolí, que, se me ocurrió, podría gustarle a A.
A continuación tocaba hacer las compras para la semana. Me detuve en el mercado de Bow Street, en la ciudad comercial de Freeport, y antes de entrar improvisé una lista apurada. Sin una lista toda compra es peligrosa: gastas más dinero, compras más comida, y al final terminas echando a la basura cosas que no pudiste usar y que terminaron podridas o vencidas. Mi lista era casi tan breve como un haiku, e iba a complementar las cosas que ya tenía en casa:
Calabaza
Perejil
Arroz
Cebollas
Espinacas
Azúcar
Garbanzos
Maíz
Arvejas
Jugo de pomelo
Café
Salí del mercado a las cuatro de la tarde y no tenía hambre. Pero todo hombre moderno sabe que esto jamás es un obstáculo a la hora de comer. Casi nunca comemos solo por hambre. Comemos por diversión. Por estrés. Por costumbre. Porque ya es la hora. Porque nos sobra el tiempo. Porque estamos en una cita. Porque estamos solos. Porque la vida a veces parece tan vacía y hay que llenar esos minutos opresivos con lo que sea, y la comida, como la televisión, se ha vuelto tantas veces otro pasatiempo bobo. Hacía tiempo que quería comer en ese puestito callejero que echa un humo con perfume de siyao y que me recuerda el olor de los chifas de Lima. La encargada es una migrante china de unos cincuenta años. Delgada, sonriente, con una bandana roja en la cabeza. Solo necesitó tres minutos para entregarme un plato de tallarines de arroz con chancho, col y salsa de soya con picante al nivel máximo. «Are you ok?», me preguntó en cuanto me vio comer, las lágrimas empozándose en mis ojos y la boca aspirando aire. Estaba bien, pero le pedí una coca cola para apagar el incendio interior. La gaseosa, a pesar de sus venenos, me supo a gloria. La culpa vino luego. ¿De verdad había bebido esa basura?
Intenté quemar algunas calorías yendo a caminar al bosque con Piji. Pero los días cada vez son más breves y la noche nos sorprendió sobre las cinco de la tarde, cuando él apenas estaba calentado sus motores de perro loco. Así que tuvimos que regresar muy pronto. Mientras conducía, una familia de venados salió de entre los árboles y cruzó el camino delante de mi auto. Los conté. Eran siete. Uno muy grande iba a la cabeza. Otro grande estaba en el medio. Y los demás eran jóvenes pequeños y esbeltos. Brincaban como canguros y llevaban esa prisa nerviosa propia de su especie, que estaba acrecentada, además, por el hecho de que estamos en plena temporada de caza y por todos lados, a todas horas, retruenan las escopetas de los cazadores. Los venados estaban huyendo. Me parecieron tan hermosos como ángeles. No tenían lugar en este mundo.
De vuelta a casa, A. seguía inmersa en su trabajo y decidí no molestarla con mis tontas divagaciones. Di de cenar a Piji un plato de camotes bañado con galletas de carne. Devoré dos panes con mantequilla y queso chedar, cogí lo que quedaba de la bolsa de pistachos y me refugié en la habitación. De nuevo solos los dos, viejos compañeros. Y, mientras empezaba a leer el diario de Auster, en compañía de una nueva latita de cerveza, mi mente se fue a otro lado y recordé esa tarde en que limpiaba calamares en el restaurante. Los acababan de traer del mercado. Eran por lo menos una docena, de todos los tamaños, grandes y medianos. La rutina era sencilla. Cogía uno. Lo acomodaba de lado sobre mi tabla de picar. Buscaba los ojos y ejecutaba un corte justo debajo de ellos, a distancia prudente para que estos no se reventaran manchándolo todo. Separaba los tentáculos. Luego introducía mis dedos en el cuerpo tubular del animal y retiraba las entrañas jalando con cuidado los cartílagos, la gelatina y esa especie de espina dorsal en forma de flecha transparente que le da cierta estabilidad. Uno de los calamares ocultaba algo más en su interior. Su cuerpo hinchado concitaba pensamientos trágicos. Metí los dedos, jalé y extraje dos peces pequeños como anchovetas, apenas digeridos. El calamar acababa de comer cuando lo capturaron. Mostré mi hallazgo a la chef. Es normal, me dijo, y siguió con lo suyo. Entonces imaginé que unos gigantes extraterrestres venían a la tierra y comenzaban a cazarnos, y descubrían que se les hacía más fácil atraparnos mientras comíamos porque, además, pasábamos todo el tiempo comiendo. Luego nos llevaban a sus tableros de cocina, nos abrían en dos y encontraban con similar sorpresa nuestros alimentos en plena digestión. En mi caso, hallarían muchos pistachos.
También imaginé un escenario peor. Una raza superior, mucho más fuerte, mucho más hambrienta que la nuestra, explora el cosmos en busca de nuevos ingredientes y un día descubre el planeta Tierra. Aquí aquellos seres encuentran una hermosa superpoblación de mamíferos de dos patas, muchos de los cuales parecen haberse cebado a sí mismos para fines culinarios, y esto llena de felicidad a los forasteros, que no pierden el tiempo para comenzar a cazarnos y deshuesarnos y fermentarnos y macerarnos y marinarnos y asarnos y aderezarnos y convertirnos en ingredientes de platillos fantásticos de una dimensión muy muy lejana.
No sé qué piensan ustedes, pero a mí me pareció un final justo para nuestra especie. [9-11-2015]
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