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Marco Avilés

Campo

A un paso de mi casa está la tienda de verduras más sofisticada que conozco. Es una pequeña caseta de madera al filo de una carretera de Maine, y su principal adelanto tecnológico es que no tiene vendedores. Entras, eliges, coges y, al salir, dejas el dinero en una caja de lata. No hay cámaras de seguridad ni vigilantes ni sensores eléctricos. Apenas un cartel en la entrada te advierte que allí se ejerce el sistema de honor. El propietario es un granjero que confía en que eres honesto y que no te irás sin pagar la cuenta.

El sistema de honor varía: en la tienda de huevos dejas el dinero en una botella de vidrio; en la panadería, en una alcancía. Las ventajas del sistema se notan en los precios y también en la calidad. Las mismas verduras cuestan más en el supermercado y son menos frescas. Cuando me mudé a Maine, a mediados del 2014, me preguntaba por qué un adelanto tan sencillo como el sistema de honor aún no había llegado a Lima, una ciudad donde los vigilantes te revisan la bolsa de compras antes de que salgas de la tiendas.

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Hay cosas que los vecinos del campo pueden hacer y que sus pares de la ciudad no. Por ejemplo, en mi pueblo de Maine, el estado más rural de los Estados Unidos, muchas personas dejan las llaves adentro del auto todas las noches y nunca nadie les roba. Parece un detalle superficial pero se trata de un indicador de la seguridad en un pueblo de dos mil personas, donde las casas están aisladas unas de otras por kilómetros de bosque natural, y donde si te sientas en la puerta podrías pasar días enteros antes de ver el rostro de una vecino. En la mítica atmósfera de tranquilidad del campo la paz no es un verso sino un recurso concreto, como la tierra que puedes tocar a cada momento.

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No hay manera más irónica de destruir el campo que comprándose una casa de campo. Muchas personas adineradas de la ciudad adquieren viejas granjas agrícolas para pasar allí sus vacaciones, inspiradas en visiones bucólicas de la vida rural. El clímax de este sinsentido lo describió un granjero enfadado en una conferencia TED. Los ricos –dijo– se sientan en una mecedora con una copa de vino en la mano y admiran el correr majestuoso de sus caballos mientras suspiran: «Ah, qué hermosa es la vida rural». No entienden que su lujo consiste en convertir terrenos que deberían producir comida en postales tridimensionales para un placer onanista.

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Uno de mis vecinos es un abogado que tiene una doble vida como panadero. El abogado Reeve trabaja en una oenegé que evita que la gente de la ciudad convierta los terrenos agrícolas en casas de campo. Su organización compra granjas antiguas, modifica sus títulos volviéndolos incompatibles para residencias y luego los vende a jóvenes granjeros. El panadero Reeve es un genio secreto que se prepara para abrir su negocio propio bajo el sistema de honor, por supuesto.

La otra noche me envió un mensaje al celular. Trabajo en una oenegé que ofrece atención médica a agricultores, y estaba en una granja junto a dos médicos que examinaban a los migrantes que cada año llegan para cosechar manzanas. Las de Maine son famosas en todo el país pero los hombres que las bajan de los arboles no tienen seguro médico. Esa noche, los doctores habían atendido a un batallón. Uno tenía las rodillas hinchadas como jamones. Otro estaba deshidratado. Varios tenían gripe. Iba a encender mi carro para volver a casa cuando leí el mensaje de Reeve: «Te dejé una barra de pan en la puerta de tu casa». Mi plan para la noche era acostarme sin cenar debido a lo cansado que me encontraba, pero ahora tenía comida. Y un nuevo amigo.

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Durante mucho tiempo creí que el campo y la ciudad eran mundos incompatibles. O pertenecías a un lado o al otro. Peor aún. El campo era ese lugar pobre y sin oportunidades del que había que huir en busca de la riqueza y la cultura que solo se puede hallar en la ciudad. ¿Cuáles eran los valores del campo? Quizá los paisajes. El aire puro. Nada más. Estaba equivocado. Esa mirada trillada de ver el mundo rural la aprendí tras vivir toda mi vida en la ciudad. La ciudad es una gran propagandista de sí misma. La ciudad te dice que ella es la cumbre de la civilización y que el campo, todo lo contrario. Si un campesino se muda a la ciudad es para huir de algo triste o para progresar. Si un citadino se muda al campo, se le considera un excéntrico, un hippie que ama la pobreza.

El campo es un organismo vivo y lleno de oportunidades. Para descubrirlas, sólo hay que dejar de verlo como una postal y mudarse a él, sin miedo. [3-12-2016]

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