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Marco Avilés

Burbuja

El lunes 8 de noviembre de 2018, el pueblo donde vivo amaneció consternado por un hecho insólito. Un comando anónimo había cruzado la línea de propiedad privada de varias casas y robado, durante la madrugada, unos cien avisos electorales de un político local que postula al congreso de Maine. En este sector rural del imperio, las publicidades proselitistas se colocan en los jardines de las casas. Los políticos te tocan la puerta, te explican su programa y te preguntan si pueden colocar un aviso en la entrada. El aviso sirve de propaganda pero también como una marca de conquista: este hogar está con A, este otro está con B. El político afectado es un demócrata liberal, de los que apoyan a los inmigrantes. Una vecina me contó la noticia a través de un mensaje de texto. Tenía un tono de espanto que sentí, más que exagerado, distante, como si se tratara de un hecho que no me concernía. 

Me pasa a menudo. Aunque vivo en Maine desde hace cuatro años, siento que las cosas que ocurren aquí no me conciernen. Ese lunes en particular mi cabeza se había desprendido totalmente del resto de mi cuerpo y viajado de regreso al Perú a través de las redes sociales, ese agujero negro que proporciona un falso remedio a mi corazón dividido de inmigrante. Era el día después de las elecciones municipales, y la buena noticia era que el futuro alcalde de Lima no era ni aquel que parecía listo para deportar a los venezolanos ni aquel otro procesado por violación y asesinato. Entraba en Internet, leía sobre Lima, posteaba sobre Lima, pensaba sobre Lima. Y ese es mi drama. Estoy en los Estados Unidos pero a la vez no estoy acá. 

Esa tarde, salí al bosque con mi perro Piji, y al volver caminando por la colina noté que mi casa era una de las muchas que habían sido invadidas por el comando nocturno. El candidato perjudicado, Seth Berry, es un amigo del pueblo interesado en asuntos medioambientales y apoya a los inmigrantes. Por supuesto le habíamos dejado poner su publicidad en nuestro jardín. Pero ahora del aviso solo quedaba un esqueleto de alambres. Me acerqué a mirarlo y sentí miedo. Ya no se trataba de una noticia sobre lo que Trump y sus seguidores hacían en la frontera con México, sino de lo que estaban haciendo en mi propio jardín. 

Entré a mi casa, entré en mis redes sociales, regresé a Lima. 

¿Qué demonios me pasa?, pensé un rato después. ¿Por qué sigo tan pendiente de lo que ocurre allá y no tanto de los desastres que ocurren donde paso la mayor parte del año? Lo sé, siempre lo he sabido. Los algoritmos de Facebook y Twitter me mantienen encerrado en una burbuja. Cuando recién me mudé a Maine, en 2014, las redes me mantenían conectado con mi país, y me resultaba útil usarlas de manera constante. Pero cuatro años más tarde lo que parecía una idea lógica se ha convertido en una realidad asfixiante. 

Quizá por eso tardé casi dos días en terminar de asimilar mi función en el episodio de los carteles, y qué debía hacer. Los reporteros que habían difundido la noticia buscaron enseguida a Guy Lebida, el candidato republicano. Es un hombre blanco, de unos cincuenta años, que perdió las elecciones de 2016, cuando sus pocos carteles hablaban de “la Gente de Maine Primero”, “No servicios para los inmigrantes ilegales”. Esta vez sus avisos ya no contienen esas frases pero son enormes y están en todas partes. Los reporteros le preguntaron qué sabía del vandalismo que había afectado a su oponente. “La gente tiene que calmarse”, dijo con una agradable tranquilidad. Sus carteles eran los únicos en pie.

Vi este informe el miércoles siguiente por la mañana y de inmediato cogí cartulina y pintura, y diseñé un aviso artesanal similar en espíritu al que se habían robado. Otras personas habían hecho lo mismo, como una manera de expresar su apoyo al candidato afectado, pero también como un gesto de valentía. “Si te llevas este aviso, pondré uno más grande”, decía el cartel que un vecino había confeccionado. Las cosas andan así de mal en el imperio. ¿Cómo hago para traer mi cabeza de regreso? 

Pensaba en esto cuando vi pasar por la ventana de mi oficina a mi vecino Brando, un fotógrafo y amante de la historia local, que iba a dejar unas cartas al buzón de correo. Salí corriendo a su encuentro con un pote de salsa de tomate verde, que había preparado la noche anterior, y se la ofrecí de regalo. Brando sonrió con sorpresa. Nos detuvimos a charlar un momento. Él no tenía nueva información sobre los carteles pero le parecía que algo muy feo estaba ocurriendo y, lo más terrible, costaba nombrar qué era. Le conté mi problema.

-Pero nos está pasando a todos, hombre -me dijo-. Todos estamos en nuestra burbuja. Tú interactúas solo con los que piensan como tú piensas. El que no piensa como tú, no es tu amigo. 

¿Nos está pasando a todos? Yo no me habría acercado a hablar con Brando si no supiera que no es un seguidor de Trump. De hecho, no hablo con muchos de mis vecinos porque sospecho que podrían serlo. Brando se fue a su casa y volvió con un regalo. Un pote lleno de marihuana que él mismo había cosechado. 

-Te va a ayudar -me dijo.

Dudo que ese sea el camino. ¿Cómo rompe uno su propia burbuja? ¿Qué debo hacer para que mi cabeza se mude de una vez a los Estados Unidos?__________


[Publicado originalmente en Revista H. 8-11-2018].

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