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Marco Avilés

Brutus Murphy

Brutus Murphy, Piji y yo teníamos un ritual matutino fruto de la sincronización natural de nuestras vejigas. Día tras días, de lunes a domingo, al promediar las seis de la mañana, los perros me oían salir de la habitación, dejaban sus camas, activados por los resortes de la costumbre, y se paraban frente a la puerta de vidrio del patio mirando con ansiedad el bosque cubierto de nieve. Parecían dos pájaros enjaulados. Los dejaba salir y, en cuanto advertía que alguno levantaba la pata, corría al baño para hacer lo propio. En mi mente retorcida de humano, orinar se había vuelto una competencia. Ganaba el primero que regresaba a la puerta.

El resultado se repetía a diario con desesperante monotonía. Piji, perro sin pelo tramposo, orinaba a medias un chorrito miedoso, quizá porque se moría de frío o porque entendía que mientras más rápido terminara más pronto comería. Era el primero en pararse frente a la puerta. Yo aparecía en segundo lugar y maldecía mi pésima performance.



Brutus Murphy perdía pero demostraba superioridad moral: no tenía prisa por nada. Se quedaba en el patio disfrutando de la nieve como un oso polar, mientras Piji lo esperaba con ansias para poder pasar a la parte más linda de la mañana: el desayuno. Brutus Murphy tenía quince años y gozaba de ciertos privilegios de anciano. Era el último en llegar, pero debía ser el primero en comer. El orden contrario originaba escaramuzas que nadie quería revivir. Brutus Murphy abalanzándose sobre el plato de Piji. Gruñendo. Mordiendo. Imponiendo su ley.

Los perros y los hombres somos animales rutinarios. Nuestros hábitos se entrelazan. Somos espejos. El hombre es el paisaje del perro. El perro es el paisaje del hombre. Brutus Murphy murió la tarde del lunes. A la mañana siguiente, cuando llegué corriendo a la puerta del patio, Piji estaba allí arañando el vidrio como siempre. Pero, detrás de él, el mundo era un lugar terriblemente vacío. Orinar nunca volvería a ser tan divertido.


❉ ❉ ❉


Le pregunté a mi suegro si Brutus Murphy –que era su perro y llevaba el apellido familiar– había muerto virgen. Íbamos camino al taller mecánico conduciendo sobre la carretera. El sol brillaba sobre el bosque. La nieve se derretía. El automóvil y aquel paisaje nos permitían tocar temas penosos sin sentir la obligación de mirarnos a los ojos. Jim recordó que Brutus Murphy fue el último de una dinastía de labradores gigantes. Su abuelo (Whitey Murphy) y su madre (Betsy Murphy) habían muerto de manera natural sobre los diez años. Brutus Murphy, que los superó en edad, partió en un consultorio mediante una inyección letal. Su cuerpo era una suma de males: cáncer a los testículos, sordera, ceguera, artritis, osteoporosis, sin contar un permanente estado de confusión mental o neurosis que lo hacía ladrar por cualquier cosa. La eutanasia había aliviado sus dolores, pero también creado un vacío inédito en la vida de su dueño. Por primera vez, en más de medio siglo, Jim se disponía a vivir sin la compañía de un perro.

Él desconocía ciertos aspectos de la vida sexual de su labrador. Cuando Brutus Murphy era joven, me contó, solía escapar de casa saltando la cerca del patio, un detalle que describía su fuerza y rebeldía. Quizá hubiera logrado hacer travesuras con sus vecinas. Pero no había manera de saberlo. Nunca nadie le reclamó a Jim por líos de paternidad perruna.

El viejo Brutus Murphy se pasaba el tiempo jadeando sobre su cama. Después de ciento cinco años (en calendario canino), el cansancio parecía su estado natural. A veces me sentaba frente a él. Lo miraba durante algunos minutos y dejaba que las preguntas se atropellaran en mi cabeza. ¿Qué había dentro de ese cuerpo viejo y fabuloso? ¿En qué lugar de su enorme cabeza habitaban los recuerdos de sus proezas? ¿Qué pasaría con aquella casa y con sus dueños cuando Brutus Murphy ya no estuviera allí para darle vida con sus ladridos?

Esa mañana, en el carro, no quería importunar a Jim ni acribillarlo con mis tontas preguntas. El luto se podía leer en sus ojos. Había llorado mucho. El joven Piji viajaba en el asiento posterior. Lo miré a través del espejo. Estaba enrollado como un caracol. Algún día él y yo pasaremos la misma prueba que Brutus y Jim. Piji envejecerá. Enfermará. Morirá. Entonces parte de mí –no sé cuál– también se marchará.


❉ ❉ ❉


El último domingo de Brutus Murphy coincidió con el cambio de estación. El sol entraba por todas las ventanas de la casa. La nieve se derretía. La primavera se podía sentir en el olor de la tierra mojada. Pronto los vecinos de Maine cambiarían los abrigos y guantes por pantalones cortos y camisetas. Las playas se llenarían de ancianos que migrarían desde todas partes del país en busca del calor. El viejo Brutus Murphy llevaba un pañuelo fucsia amarrado al cuello. Era un caballero de otro tiempo.

Jim quería que la cena tuviese un tono feliz. Compró un pavo y pasó horas perfumándolo con hierbas antes de llevarlo al horno. Piji llevó puestas las botas de nieve durante todo el día y acompañó a su viejo colega en el patio. Los hijos de Jim mandaron mensajes de texto. A. acariciaba a Brutus Murphy a cada momento. Algunos familiares pasaron a despedirse del viejo labrador. Mi suegra, Jane, cocinó una cena especial para los familiares de cuatro patas: un menjunje de pasta, carne y camote que me abrió el apetito.

Quise hacer algo bueno pero no sabía qué hasta que me asomé al mundo. El sol derretía la nieve del patio y había dejado al descubierto un archipiélago de mojones congelados. Cogí una pala, un rastrillo, una bolsa y trabajé en la limpieza de ese campo minado. Brutus Murphy disfrutaría sus últimas horas sin ensuciarse las pezuñas. Ese sería mi pequeño homenaje.

Volví a casa feliz por mi buena acción del día. Mis suegros cocinaban en silencio. Tomé asiento y cogí el diario. Un agente carcelario se había casado con una colega tras dos años de noviazgo. La mujer murió unos días después debido a un cáncer terminal. El viudo era consciente de que la crueldad del amor también está en los detalles. Había obtenido el certificado de matrimonio y de defunción en la misma semana. Toda historia de amor termina en el cementerio. Es inevitable. Lo que quieres ahora un día morirá partiéndote el corazón.

Brutus Murphy recorría el patio caminando por la nieve limpia. Jim lo miraba a través de la ventana de la cocina, picaba verduras, enjugaba sus lágrimas. Jane, que estaba muy cerca, lo abrazó y le dio un beso muy fuerte en la mejilla mientras lloraba también. Dejé el diario a un lado, avergonzado por haber invadido ese fragmento de intimidad, e intenté escabullirme de puntitas. «No te preocupes», me dijo Jane. «Somos un par de bebés». Más tarde, después de la cena, ambos se arrodillaron al lado de Brutus Murphy, lo abrazaron y le dijeron cosas. Escuché su llanto desde mi habitación.

Busqué a Piji. Estaba enrollado en su rincón, la nariz metida entre sus patas traseras. Parecía dormido pero tenía los ojos abiertos, como si meditara. Y con esa sabiduría callada de quien no necesita las palabras para expresar amor, me miró llorar.


❉ ❉ ❉


La primera mañana sin Brutus Murphy, A. y yo vimos un venado salvaje. Estaba al borde del camino. Esperaba que nuestro carro pasara de largo para poder cruzar al otro lado del bosque. Era joven, de pelaje pardo y patas fuertes. Lo observamos con cara de bobos. Nos miró con sus ojos grandes, negros y nerviosos. La vida enviaba señales. Las cenizas de Brutus Murphy ahora alimentaban la tierra mágica que nos rodeaba.

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