Las alarmas empiezan a sonar en casa a las cinco de la mañana, cuando el bosque aún está oscuro; es un revoloteo firme e intenso que nos despierta a pequeños empujones. A. tiene que salir los martes muy temprano para enfrentar la parte más larga de su semana: dos días de trabajo en Boston, donde estudia y da clases. Se baña, se viste, desayuna. Su mochila la espera lista desde la noche anterior como un pequeño arsenal de armas y libros para luchar el día a día. La escucho alistarse desde las brumas de mi sueño. Antes de marcharse, ella vuelve un momento a la cama y me llena la cara de besos. Besos delicados, traviesos y muy despiertos.
Ayer fue un día duro, lleno de malas noticias para las personas con las que trabajo. Pasé muchas horas en el pabellón de oncología del hospital acompañando a un paciente enfermo de un cáncer avanzado que él acababa de descubrir. El paciente no habla inglés. Yo le traduje todo lo que le dijeron los médicos. Cómo la enfermedad había llegado al cerebro. Y cómo iban a tratarlo con radiación y luego con quimioterapia. Él repetía en todo momento que creía en Dios, y que Dios iba a darle la medicina para sanarlo. Los médicos no compartían su optimismo, aunque no se lo demostraban. La muerte es una presencia tangible en un hospital. Está allí, silenciosa y sarcástica, riéndose mientras los hombres tratan de vencerla con todas las armas que conocen. Los besos de A. me acompañaron en todo momento durante esa jornada, como duendes que me conversaban al oído. Cerraba los ojos. Volvía a recordarlos. Y, a pesar de este mundo, me sentía afortunado.
Al llegar a casa, traté de escribir toda la historia pero no terminé. Bebí dos cervezas y me quedé dormido. Me levanté esta mañana temprano y por fin eché todo en mi diario. A. me envió una canción desde Boston. Sentí que era otra manera de besarme.
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