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Marco Avilés

American Horror Story

Cuando mi vecino Allen me invitó a su casa para destazar un cerdo, lo tomé como un gesto de camaradería rural y acepté con la emoción propia del inmigrante que intenta hacer nuevos amigos. Nunca pensé que la experiencia romántica de matar y procesar tu propia comida con un desconocido podía degenerar en una historia de horror.

Allen vivía en un recodo escondido del bosque de Maine, ese estado al noreste de los Estados Unidos, adonde me mudé hace cuatro años. Bajé del auto y, antes de tocar la puerta, me detuve a observar los objetos que él había ordenado sobre la mesa del patio: un bodegón de cuchillos, sierras eléctricas, tenazas, cables de corriente, sogas, poleas, alicates, punzones y alfileres. También una escopeta de caza y una pistola nueve milímetros. ¿Se necesitaba todo ese arsenal para lo que íbamos a hacer?

Había conocido a Allen en una liga de fútbol local y manteníamos una escueta comunicación por correo electrónico. Me dijo que era leñador y un día le compré un poco de madera. Otro día me contó que criaba cerdos y me convidó a su casa para ayudarlo a beneficiar al último de su camada. Todo parecía muy natural. Pero esa mañana, ante aquella mesa propia de un psicópata de película, sentí que en realidad no sabía nada de este gringo. 



Los estadounidenses aman las armas de fuego, las coleccionan, las exhiben, las usan y, aunque muchos están en contra de ellas, ninguna opinión discrepante puede rebatir las estadísticas. Cada ciudadano tiene en promedio un arma de fuego, según un cálculo del diario Washington Post, lo que convierte a Estados Unidos en el país con más armas de ese tipo per cápita en el planeta, incluso por encima de países abiertamente en guerra como Iraq o Siria. Quizá por esta omnipresencia, según el Center for Disease Control and Prevention, más de cien personas mueren baleadas cada día en la tierra de Rambo: desde escolares a manos de compañeros hasta inmigrantes acribillados por pistoleros xenófobos. 

Los discursos intolerantes de los líderes contemporáneos parecen inspirar algunas balaceras, y esto me atañe. A fines de febrero de 2017, un hombre llamado Adam Purinton acribilló en un bar de Kansas a dos ingenieros indios después de gritarles “fuera de mi país”. En la era de Facebook y Twitter, el terror se viraliza en tiempo real y vibra en tu celular. La noticia me alcanzó en un restaurante de Maine del que tuve que salir de prisa porque temía que quizá allí también hubiera un pistolero con ganas de matar extranjeros. Recordé el caso días después, en casa de Allen, con ese miedo animal de quien se siente atrapado. ¿Y si mi vecino era ese tipo de racista?

Allen salió a recibirme acompañado de un amigo suyo, Mark. Ambos parecían extraídos de las viejas pinturas sobre la vida rural en Maine: hombres blancos, de ojos verdes y con las barbas rubias cayéndoles sobre camisas a cuadros. Mark, que además era grande como un oso grizzly, me convidó su desayuno: una cerveza y un pito de marihuana, que es legal en el estado. Bebí y fumé con moderación para que los efectos no acrecentaran la paranoia, y me mantuve alerta, cerca de mi fiel cuchillo de sushi. 

Allen nos llevó al corral. Una cerdita rechoncha y rosada se acercó hacia él con la docilidad de un perro. Se llamaba Dusty porque le gustaba revolcarse en la tierra. Allen le acarició la cabeza unos segundos.

-She is a sweetie -dijo con la voz quebrada por la pena.

Tomó la pistola y le disparó dos veces entre los ojos. 


*


-¿Cómo es la situación de las armas en Lima? -me preguntó Allen. 

Estábamos lavando el cuerpo de Dusty en una vieja bañera. Cada tanto Mark tomaba la escopeta, apuntaba a un rincón y disparaba. “Fucking rats”, decía lamentando su mala puntería, y luego volvía al trabajo.

¿Cómo es la situación de las armas en Lima? ¿Cómo es el tráfico? ¿Cómo es la política? Cada vez que los gringos me preguntan por mi ciudad, me encantaría ver qué responden mis paisanos. Hago mi mejor esfuerzo por ser un embajador honesto. 

-Allá puedes conseguir lo que quieras en el mercado negro, pero en general es ilegal tener armas. Casi nadie las tiene. Somos una sociedad bastante ingenua.Recuerdo que usé esa palabra, ingenua, pero lo hice con orgullo. Quizá con alivio. Como si la ausencia de armas en Lima expresara un tipo específico de bienestar que echo de menos acá en el Norte.


Publicado originalmente en Revista H [9-8-2019]

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