Piji pasó dos semanas observando el mismo rincón de la sala con la atención de un niño que ve la televisión. Era una esquina anodina cerca de la estufa donde no parecía haber más que polvo. Sin embargo, él se paraba al frente, erguía las orejas, ladeaba la cabeza en señal de curiosidad, y permanecía quieto durante varios minutos. Luego acercaba la nariz, olfateaba unos segundos, y al rato volvía a su posición de espectador. Me llamó la atención su conducta pero no indagué mucho más, pues en esos días estaba demasiado ocupado trabajando fuera de casa y regresaba rendido para cumplir los trámites de comer y dormir. Al despertarme cada mañana, encontraba a Piji vigilando el mismo lugar, cual soldado, y apenas si me prestaba atención. Algo lo obsesionaba más que yo. Sentí celos.
La semana siguiente A. y yo íbamos a estar fuera de casa por distintos motivos y nadie podría quedarse a atender a Piji, así que lo dejamos en casa de mis suegros. Fueron unas breves vacaciones donde todos descansamos de todos, y, en teoría, tendríamos que haber vuelto a reunirnos para ser felices los tres. Pero algo había cambiado durante esos días en que la casa permaneció vacía. No estábamos solos. Fui el primero en regresar y también el primero en darme cuenta. Abrí la despensa donde guardo mi nueva droga (pasas y semillas de girasol tostadas), y encontré unas partículas de color negro, no más grandes que granos de arroz, esparcidas como confeti entre las cajas de comida. ¿Se trataba de café?
Suelo comprar café entero y cada mañana muelo la dosis diaria, lo cual me genera ciertos problemas con A., pues ella siempre halla restos sobre el mostrador. Me apresuré en limpiar las partículas, en aras de la armonía familiar, y no le presté más atención al asunto hasta que, horas más tarde, escuché unos ruidos extraños. Venían de la despensa y parecían rasguños. Los seguí oyendo durante la madrugada, y en la vigilia diversas teorías cobraron relevancia. ¿Fantasmas? ¿Una serpiente? ¿Un lindo gatito?
A. y Piji se incorporaron a la casa el día siguiente, un sábado, y entonces los tres juntos pudimos completar el rompecabezas. Piji se instaló frente a la despensa y se dedicó a observar la puerta con la misma obsesión con la que antes veía el rincón de la estufa. A. encontró más partículas negras, esta vez sobre el mostrador, alrededor de la sal, y su veredicto fue mucho más sensato. Vivimos en el bosque. Estamos en invierno. Los ratones buscan calor y comida.
Mi padre y yo teníamos grandes diferencias (cincuenta años nos separaban) pero sabíamos ser un equipo a la hora de cazar roedores. Yo los espantaba gritando afuera de sus escondites. Él cogía la escoba y los perseguía hasta aplastarlos como a moscas. ¡Splash! Yo recogía los restos para enterrarlos en el jardín. Le propuse a mi tierna esposa seguir la misma estrategia, y me apresuré en coger la escoba. Mi plan no prosperó. ¿Acaso no me había enterado de los nuevos métodos para acabar con los ratones?
-Puedo comprar trampas en la ferretería -le dije.
-¿Trampas?
-Sí, esas donde dejas un pedacito de queso, el ratón se acerca, y luego un resorte lo decapita.
A. le escribió a mi suegra esa misma noche. Ella, por supuesto, tenía la solución.
La solución era un aparato totalmente aséptico, acorde con la época en que vivimos. Se trataba de una cámara de plástico más pequeña que una caja de zapatos. Colocas un bocadillo en ella, y luego el ratón, que ama ese bocadillo, entra, huele, y antes de que pueda servirse, recibe una descarga eléctrica de 8 mil voltios que lo fríe de inmediato sin dejar manchas de sangre. Mi suegra tenía cuatro de esas cámaras mortíferas, y había aniquilado con ellas a un batallón de veintidós roedores. Nuestro problema, según su frío diagnóstico de experta, se resolvería en una noche.
Instalé un Rat Zapper, como se llamaba el método moderno, al lado del tacho de basura. Usé como carnada un puñado de galletas de las que Piji suele comer. Y luego me senté a leer bebiendo una cerveza. Antes de dormir quise comprobar si el aparato era tan eficiente como decían. Abrí la puerta donde se guarda la basura. El Rat Zapper tiene un foquito que parpadea para avisar cuando hay ratón muerto. Estaba parpadeando. Levanté la caja y vi a través. Allí estaba el pequeño delincuente. Es decir, su cadáver. Cogí una bolsa, incliné la caja y el cuerpo cayó en ella. No había sangre, ni restos de vísceras. Mi primera reacción fue tantearme el bolsillo en busca de mi celular. ¿Para qué quieres hacerle una foto?, me preguntó A., que seguía la escena a distancia prudente. Por favor, respétalo.
Sí, eso me dijo. Respétalo. Esa palabra aún resuena en mi mente cada vez que recuerdo a mi pequeña víctima. Era del tamaño de una llave y tenía un color blanco con manchas manjar blanco. La cola era larga y delgada como un espagueti. Los dientecillos apenas abiertos y largos, muy largos, hacían pensar en una merienda interrumpida. Uno no siempre tiene oportunidad de mirar tan de cerca a un ratón (la cercanía de una conversación), y confieso que era un animal hermoso. Sus dedos eran tan pequeños que lucían transparentes, como los de las hadas de los cuentos. Sus ojos negros como bolitas de pimienta, parecían aún vivos y expresaban algo. Lo miré durante varios segundos hasta que las preguntas empezaron atropellarse. ¿Por qué había tenido que matarlo? ¿Acaso en alguna dimensión distinta de la realidad él y yo habríamos podido resolver este problema de otra manera?
Si se trataba de comida -pensé-, me habría dado mucho gusto poder alimentarlo. Y hasta le habría comprado un platito. Pero las cosas no son así. La naturaleza es un juego de fuerzas. El hombre, la especie dominante, impone reglas drásticas: todo lo que nos incomoda debe ser eliminado. Desde este punto de vista, aquel ratón era un invasor (y portador de enfermedades), y yo solo estaba ejerciendo un castigo justo. Lo triste es que este argumento no me consoló. Al contrario. Todo el tiempo tomamos decisiones basadas en lo que es mejor para nuestra especie. Depredamos aquel bosque, esparcimos petróleo en aquel río, construimos más ciudades, matamos a los bichos. Pocas veces pensamos en qué es lo mejor para ellos. ¿Acaso el mundo no les pertenece también? De pronto la muerte de ese ratón me parecía cargada de heroísmo.
Cerré la bolsa muy desanimado. A. me sugirió que la dejara afuera de la casa. ¿Afuera? Sí, afuera. No tenía otra opción. El ratón no podía a quedarse en el tacho hasta el día en que tuviéramos que arrojar la basura. Me fui a dormir pensando en cómo me desharía de ese cuerpo. Estaba descartado echarlo en el bosque, pues Piji lo encontraría y eso terminaría en una tragedia sangrienta. Quizá lo más seguro sería ir al pueblo y dejarlo en un tacho. Sí. Eso haría.
Al día siguiente abrí la puerta de la basura para verificar, una vez más, la efectividad del Rat Zapper. La luz brillaba. Oh, maravilla. Había caído otro delincuente. Abrí una nueva bolsa, deposité allí el segundo cadáver y lo dejé en la puerta de la casa. Ahora tenía dos muertos nuevos en mi cuenta personal. Molí café para el desayuno y me di tiempo de comprobar la diferencia notable que existe entre las partículas de mi bebida favorita y las de la caca de ratón. Las primeras eran diminutas y tenían una textura de polvo; las segundas, eran grandes como grajeas y la textura era áspera e irregular. No había manera de confundirse. Metí las bolsas en el carro y partí rumbo al tranquilo pueblo de Brunswick, donde iba a aprovechar la incursión para hacer un depósito bancario en uno de esos servicios drive thru, que te permiten hacer todo sin poner un pie en la realidad. La chica del banco fue amable. Me sonrió, me deseó un buen día mientras yo estudiaba el escenario en busca de un posible tacho donde arrojar a mis pequeñines. No lo encontré.
Estacioné en la avenida principal, un sector lleno de cafés y restaurantes, donde gente apurada caminaba en dirección al trabajo. Cogí las bolsas y fui por la vereda hacia un tacho cercano. Una anciana caminaba en sentido contrario bebiendo una taza de café. Me sonrió. Le sonreí. ¿Cómo me verá ella?, me pregunté. ¿Un tipo camino al trabajo llevando bolsas con restos del desayuno? Vemos gente extraña todo el tiempo, pero nunca lo que estas llevan en la cartera. El tacho de basura era un bodoque de metal con una puerta que había que jalar antes de poder echar los desperdicios. Iba a arrojar las bolsas pero me detuve a pensar en un detalle. Se trataba de dos ratones. Dos ratones que habían entrado juntos a mi casa, y que habían muerto electrocutados con apenas unas horas de diferencia. Los ratones de campo son monógamos, leí en mi celular. Mis víctimas debían de ser una pareja. Y quizá hasta tenían hijos. En ese momento mi alma cursi y culpable se quebró. Abrí las bolsas, junté a los dos amantes y me despedí de ellos, totalmente derrotado.
Comments