Hay un rascacielos hecho de caca. Para construirlo, todos los habitantes de la ciudad aportaron una cuota de materia prima. Ahora el edificio es un símbolo de orgullo y expresa el compromiso medioambiental de aquella urbe.
Si en algunas culturas ganaderas de la antigüedad los hombres aprendieron a construir casas con abono de vaca, ¿por qué en las ciudades modernas no podemos aprovechar la caca de los habitantes –tan abundante, por cierto– en fines constructivos? Casas de caca. Oficinas de caca. Un Congreso de caca. El proyecto es fascinante y no parece tan descabellado. Sobre todo, cuando eres un niño y disfrutas imaginando cosas asquerosas.
Luego creces y empiezas a llenarte de tabúes. La prueba es que cuando te haces adulto un edificio de caca ya no te resulta una idea tan buena. ¿Qué pasaría si llueve? ¿Se desmoronaría encima de los residentes? ¿Y el olor? ¿Cómo haría la gente para no morirse de asco? La caca y las lindas cosas que se pueden hacer con ella son patrimonio de la infancia.
Los adolescentes evitan hablar de la caca con las chicas. Las adolescentes guardan el mismo decoro cuando se relacionan con los chicos. Sin embargo, los expertos explican que el tema sobrevive clandestinamente en las conversaciones de adolescentes del mismo género. Confesiones como «oye, hoy hice bolitas» pueden ser admitidas por el grupo en ausencia del sexo opuesto. De cualquier manera, cuando las personas llegan a la universidad o cuando se hacen inevitablemente adultas dos grandes tragedias ocurren: 1) olvidan cómo era ser niños, 2) hablar de la caca ya no resulta divertido.
La caca era un asunto tan presente en mi escuela de primaria que incluso el director tenía el honor de llevar el apodo máximo: Director Caca Negra. No era un sobrenombre racista. Él no era negro. Sólo era feo y tenía una nariz grande y cacosa y llena de lunares.
Había un alumno de sexto año que tenía el pelo marrón clarito y era muy popular entre las niñas. Los otros niños, envidiosos de su popularidad, le llamábamos Pelo de Caca. Como era más grande que el resto de nosotros, podía agarrarte a golpes si te escuchaba. Así que había que decirle el apodo verificando previamente las condiciones de seguridad. Por ejemplo, cuando él iba por la calle podías esconderte tras un arbusto y gritarle: ¡Pelo de caca! O cuando se encontraba indefenso, usando el baño, puerta cerrada, pantalones abajo, podías exclamar: ¡Pelo de caca! Entonces no se hablaba de bullying.
Una ilustración de Daniela Zamalloa Rubio
Años después, en la secundaria, el uso de la palabra caca en los apodos ya no requería demasiada imaginación. Había por lo menos dos estudiantes que, merced a su resistencia a la limpieza, obedecían al escueto apodo de «Caca». Eran la peste andando. Uno de ellos a veces llegaba a clases oliendo a meado. El otro tenía un aroma más original, uno que a veces evoco cuando recorro las pescaderías del mercado sobre el mediodía.
Debe ser por esta época juvenil –cuando nos salen bigotes, cuando nos crece el pecho, cuando nos cambia la voz– que las varones también dejamos de usar algunas palabras. Da vergüenza decir caca delante de las chicas. Todos queremos ser adultos, y fumamos, y aprendemos a beber y estudiamos a los mayores para parecernos a ellos, al menos un poco.
Los adultos no dicen caca. Los adultos dicen cosas más adultas y terribles. Dicen mierda, por ejemplo. Al aprender a pronunciar esta nueva palabra con soltura, los jóvenes entienden muchas cosas de la vida. Por ejemplo, comprenden que eso que los mayores llaman política es una mierda, o que el transporte público es una mierda, o que es muy duro cuando te hacen mierda el corazón. Decir caca es ser todavía un poco niño. Decir mierda es ponerse drástico, a la altura de la vida, realista. Malo. Villano. Eres una mierda. Vete a la mierda. Calla mierda.
Soy un romántico irremediable. Decir caca me parece lindo.
***
Pocas cosas son tan útiles para entender a las personas como escuchar las palabras que emplean. Unas dicen mierda y son más viejas. Otras dicen caca y son más jóvenes. La escritora sueca Pernilla Stalfelt descubrió esta relación y luego escribió un libro para explicar su teoría. Como ella es autora de historias infantiles, el Libro de la caca está hecho para niños de todas las edades. El tratado empieza con la historia de aquel rascacielos marrón.
El volumen que conserva mi familia tiene las hojas ajadas, como esos libros que han sido leídos una y otra vez, y que alguna vez deberían merecer una fiesta de jubilación y de agradecimiento por los servicios prestados. Es propiedad de mi sobrino Sebastián, que al igual que yo, es un gran lector de inodoro. Sebastián es un niño curioso y despistado. Cada fin de semana, su mamá tiene que recoger los volúmenes que él deja abandonados al lado del sanitario, desde libros de rock hasta recetarios de cocina. El libro de la caca fue su escudero durante memorables batallas, y lo ayudó a entender el mundo, o su mundo, o ese pedacito de mundo que ocurre antes y después de jalar la cadena.
«Casi todos los niños piensan que los pedos y la caca son muy divertidos, pero los mayores no», escribe la señorita Stalfelt en su manual. «A ellos les gusta oír cosas más agradables que no huelan mal ni sean marrones». Los perfumes, por ejemplo; o el dinero, por supuesto. Stalfelt establece una tipología curiosa sobre la caca. «Hay varios tipos», sostiene con claridad doctoral. Están las que parecen piñas, las que se confunden con chorizos, las que se asemejan a un choclo, las que tienen forma de tornillo. También se las puede clasificar en virtud al color: las hay marrones, amarillas, rojas, negras (como la nariz del director de mi escuela) y también las que, con rara frecuencia, salen como beterraga.
Hay un tiempo en que las personas vivimos fascinadas por la caca. Es una etapa breve que comienza y termina en la infancia, aunque, según el espíritu vital del paciente, dicho periodo podría extenderse durante varios años más. Los especialistas no advierten daños cerebrales serios en los adultos atípicos que se pasan el tiempo imaginando rascacielos marrones.
El éxito de un niño dentro de su grupo dependerá, muchas veces, de cuan ingenioso sea para imaginar cosas asquerosas. El libro de la caca puede ser el mejor regalo del mundo para ese pequeñín; un aliado, acaso un arma de defensa. Y en especial puede serlo para aquellos a quienes todo les parece cacosamente chistoso, desde la nariz del director de la escuela hasta el semblante de un político.
Somos las palabras que usamos y cómo las usamos. En su oportuno manual, la señorita Stalfelt ofrece un gran abanico de herramientas lingüísticas para interactuar con realidades complejas, como la nuestra. La caca es plastilina en la imaginación de un niño. No la censuremos.
—
Una versión de esta historia fue publicada en la revista Buensalvaje. [25-11-2014]
Comments