Conozco a una niña que ha cruzado dos veces la frontera gringo-mexicana. La primera vez lo hizo en la barriga de su mamá, en dirección sur, donde al final nació. La segunda, lo hizo ya caminando, en dirección norte, adonde ambas regresaron. No tienen documentos. El papá trabaja en una fábrica de comida, donde todos viven en un régimen de esclavitud que ellos no consideran como esclavitud porque, en teoría, pueden irse en cualquier momento. Pero no se van. ¿Adónde lo harían? ¿Cómo? Mamá quisiera que la niña vaya a la universidad. Es su sueño. Por deformación profesional imagino que la niña se vuelve escritora y un día cuenta lo que ha visto y vivido en carne propia; y que lo hace en primera persona, y no como en este texto donde ella solo es un personaje difuso, sin voz.
Los reporteros trabajamos para «darles voz a los que no la tienen». El mandamiento suena bonito. Es el motor que nos lleva a zambullirnos en la realidad -la realidad de «los que no tienen voz»- y nos devuelve al mundo para que contemos lo que hemos visto. Este es el periodismo clásico que se aprende en la escuela y en las redacciones. Una versión aguerrida del turismo. El periodista, como un hada madrina, va dando voz aquí y allá con su varita mágica.
¿Pero qué pasa si el que no tiene voz es el mismo periodista? ¿Qué pasa si, de tanto hablar de otros, el reportero olvida cómo hablar de sí mismo? ¿Qué pasa si, al evitar hablar de sí mismo, el periodista pierde la conexión con su comunidad, con esa comunidad a la que él pertenece pero cuyas voces ya no se reflejan en la suya? Tengo un ejemplo. Yo crecí en una barriada: fui feliz jugando al fútbol en las calles, trepando cerros polvorientos, jugando a los carnavales con pintura. Como periodista, sin embargo, escribí sobre las barriadas sin afecto, como si estas fueran solo un problema social, un mundo donde faltan pistas y agua. Jamás escribí sobre lo que abundaba en la mía: la libertad, la alegre anarquía de ser pobre pero dueño de la calle.
El periodismo que aprendí era ese que te enseña a sospechar de la primera persona, del yo. Jamás debías escribir sobre ti mismo. ¿Qué te habías creído para hacerlo? ¿Novelista? Como reportero, tenías que asumir la voz del medio y la actitud distante del periodista-turista. Tenías que escribir sobre los otros, estudiarlos como un taxidermista, y reportar tus hermosos hallazgos a tus lectores, que no eran quienes vivían en las barriadas sino, por supuesto, los que recibían el diario en la zona residencial y en pantuflas. El periodista muchas veces asume el punto de vista de ese lector imaginario que lo juzga todo desde la comodidad de un sofá. La barriada es triste, le decimos. La barriada es chola. La barriada no tiene nada que ofrecer. «¿Pero entonces yo que soy?», debí haberme preguntado entonces.
De joven repetí el cliché: era periodista para darles voz a los que no la tenían. Y no me daba cuenta de que esta fórmula escondía una forma de paternalismo. El periodista es un GI-Joe que cae del cielo para contar lo que la comunidad no puede contar por sí misma. ¿Y yo no soy parte de la comunidad?
Envejecer sirve para darse cuenta de que estas sutilezas no son tan sutiles. Los periodistas celebramos cientos de conferencias y congresos para teorizar sobre la importancia de los hechos, los facts, los datos, pero no hablamos con la misma energía sobre otros ingredientes más silenciosos. El periodismo tiene que ver con la maestría de narrar la información. También con la maestría de explotar tu voz y tu punto de vista. Esto último no te lo enseñan. Tu voz y tu punto de vista están dentro de ti, enterrados por la educación. Podemos encontrarlos si nos obligamos. Podemos recuperarlos desaprendiendo.
Como escritor de noficción al filo de los cuarenta, trabajo duro para rescatar y conocer mi propia voz. Quiero escribir como quien soy ahora y no como ese reportero que fui. Mi voz es la voz de mis orígenes y también la voz de mi comunidad, sea esta la comunidad chola en el Perú o la comunidad latina-inmigrante en Maine. Escribir es un acto de identificación. El yo puede ser plural.
Abundan los reporteros que hablan de las siete plagas del mundo, pero cada día que pasa me generan mayor curiosidad las cosas que tienen que contar quienes viven las plagas en carne propia. Las niñas que no tienen voz, como la del inicio de esta historia. ¿Qué dirían si pudieran hablar por sí mismas? ¿Qué escribirían si pudieran contar sus propias historias?
Mi pregunta de editor (desempleado) es una invitación a la imaginación pero tiene un lado práctico. Antes de intentar «darles voz a los que no la tienen», quizá los periodistas tenemos que empezar a darnos voz a nosotros mismos. Escribir con nuestras palabras, desde el lugar que tenemos en la historia.
También importa que sepamos hacernos a un lado, compartir el espacio, para que esas voces «nuevas» hablen solas y convivan con las que oímos todo el tiempo.
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