La mexicana estaba convencida de que su vida era una novela y se pasaba el tiempo tramando el final. No el final de su vida, porque quería llegar a vieja para leerles cuentos a sus nietos. Se pasaba el tiempo diseñando el desenlace de la novela que escribía a mano, día y noche, en el penal de mujeres Santa Mónica, donde estaba recluida. La habían arrestado en el aeropuerto cuando intentaba sacar cocaína camuflada en dos chaquetas. Ella no sabía nada. Alguien muy malo la había engañado. Eso les decía a las autoridades. Nadie le creía.
Llevaba los labios pintados de rosa la mañana en que la conocí, un día de visita en aquella prisión. Tenía poco más de treinta años, la sonrisa fácil y mucho rencor para ese hombre que le había hecho daño. El final de su historia sería de telenovela mexicana –me dijo–, y sus ojitos brillaron como los de una villana de Televisa.
Tarde o temprano ella recuperaría su libertad. Volaría de regreso a su país. Visitaría una iglesia y le rezaría a la Virgen de Guadalupe. Después correría a casa. Abrazaría a sus dos hijos. Le pediría perdón a su marido. Llorarían juntos. Luego, se excusaría por un momento. Ya vuelvo, amorcito, le diría. Entonces marcharía a encarar al culpable de su desdicha, un narcotraficante que la había llevado a ese mundo con engaños, según ella, y que estaba encerrado en una cárcel de México. Preguntaría por él a los celadores y, cuando lo trajeran ante ella, sin permitirle decir nada, lo mataría.
Fin.
La Mexicana tenía una imaginación intensa y también una voluntad que la distinguía de otras reclusas. Ella escribía. Lo hacía a todas horas y en cualquier lugar. De día, en el patio del penal. De noche, en su habitación, alumbrándose con las luces de los faroles que se colaban desde el exterior. En esa penumbra, ella observaba lo que las demás reas durmientes no podían. Ejércitos de cucarachas salían de las paredes, de los baños, de los techos, de los colchones, y se esparcían por las habitaciones en busca de restos de comida, y establecían un reinado fugaz que solo dejaba pequeñas heridas.
–No te miento, cuate –aclaró esa mañana–. Mira.
Entonces señaló un punto marrón, como un pequeño granito, cerca de su boca. Las cucarachas mordían. La cárcel agobiaba a La mexicana por esos monstruosos detalles. Y escribía cartas sobre ellos. Escribía cartas que se leían como crónicas de amor y penitencia. Iban dirigidas a sus hijos y su esposo, al que adoraba a pesar de haberlo engañado. Pero, agobiada por la culpa, jamás las enviaba a su destino.
Esos textos se acumulaban en cuadernos que circulaban como best sellers secretos en los pasillos del penal. Todas querían leerlos. En ese tránsito, de celda en celda, de mano en mano, los cuadernos iban perdiendo sus páginas. Muchas compañeras reconocían que se inspiraban en esas cartas cuando les escribían a sus hombres o a sus hijos. Otras confesaban avergonzadas que las copiaban tal cual cambiando solo los nombres.
Al ver sus cuadernos deshojados, La mexicana sonreía con una mezcla de ternura y pesar. Bajaba la mirada. «Quizá nunca concluya una obra», decía pensando en su carrera literaria. Luego levantaba la vista en busca de una respuesta que nadie más que ella podía pronunciar.
–O quizá sí –añadió aquel día.
Y me mostró un fragmento de su novela. Eran una serie de papeles arrugados que ella protegía en una bolsita de tela anudada siempre a su cuello. Era su tesoro y no lo compartiría con nadie hasta escribir el final que tan bien estaba tramando.
Sé que años después salió libre, y no mucho más. A veces escribo su nombre verdadero en internet, con la esperanza de encontrar noticias sobre ella y su novela. Pero no hay novedades aún.
A fines de 2013, decenas de reclusos de todo el país terminaron sus mejores relatos, los pasaron en limpio y los enviaron al Tercer Concurso de Cuento en Penales del Perú, que cada año organiza la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad. De pronto un concurso literario inspiraba el final que tantas de esas historias necesitaban.
Los escritores Daniel Alarcón, Santiago Roncagliolo, Daniel Titinger y el autor de este blog leímos y seleccionamos ese material. Este libro contiene los cuentos ganadores.
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Desde la libertad que disfrutan como ciudadanos, muchos escritores afirman que su oficio es una condena. Una penitencia que cumplen con sufrimiento, resignación o incluso con cierta alegría masoquista. Escriben porque tienen que hacerlo y, cuando no lo hacen, padecen una especie de ahogo. No poder escribir es como no poder respirar.
Tantos escritores se marchitan asfixiados por el peso de la vida. Los mata la necesidad de ganar dinero. Algunos ejercen todo tipo de trabajitos que no les hacen felices y que, además, les quitan las mejores horas del día. Escriben poco o nada o mal, que es aún peor. Y se quejan del mundo, que siempre fue cruel, cuando pierden la batalla.
Pocos escritores logran convertir esa «condena» aparente en una profesión. Consiguen vivir de su oficio. Escriben con horarios. Publican. Poco o mucho o lo estrictamente necesario. Y van por la vida poseídos por una suerte de fe en sí mismos y de lo que quieren contar. Sus armas son ínfimas: su rutina, su tiempo, su caprichosa vocación. Pero saben algo valioso. El villano que enfrentan se llama uno-mismo.
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Con toda su crueldad y opresión, la prisión es un territorio fértil: produce escritores a la fuerza.
Muchos reclusos comienzan a escribir porque descubren que poseen tiempo para hacerlo. No tienen que escribir ni están condenados a ello por una etiqueta o una vocación. Sólo lo hacen. De la nada. De la experiencia. De la necesidad de contar lo que han vivido. De la ilusión de que alguien les crea.
Agobiados por el peso de sus propias biografías, descubren el poder liberador de la narración.
La escritura aísla, permite la catarsis, motiva la reflexión, incentiva la imaginación. Los presos-escritores –marginales dentro de los marginales–, desarrollan curiosas relaciones de amor y promiscuidad con la hoja en blanco. El papel es para ellos confidente. Pañuelo. Abogado. Trae de vuelta a la mujer que no quiere verlos. A los hijos que perdieron en el mundo. A los amigos que ya no tienen. A sus enemigos. A sus víctimas. A sus victimarios. A su propia conciencia.
Hay que admirar los magníficos cuentos de esta colección como el campo de batalla que son. El terreno donde los autores –reclusos de su pasado, como todo escritor– han luchado abiertamente contra sí mismos.
La literatura devuelve a estos hombres a la sociedad, no limpios de lo que han hecho (¿acaso alguien –preso o no– lo está?), pero sí distintos. Quizá más sabios. Y un poco más libres.
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El texto anterior es el prólogo del libro El santo oficio del tribunal, que se presentó en diciembre de 2014, en Lima
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