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Marco Avilés

Prólogo

Leí el libro de Leticia en ese purgatorio en que suelen convertirse las salas de espera de los aeropuertos durante las madrugadas. Docenas de pasajeros envejecíamos en bancas incómodas mientras esperábamos que las tormentas del verano dejaran partir al avión que debía trasladarnos a distintos puntos de los Estados Unidos. La escala en Miami debía durar dos horas pero llevábamos cinco y sin esperanzas. La falta de noticias sembraba distintos grados de angustia, aburrimiento y desesperación.

Elegí un asiento próximo al módulo de control para escuchar las informaciones sin necesidad de ponerme de pie. Un muchacho colocó su mochila como almohada sobre el suelo y se puso los audífonos. Al principio se dejó llevar por la alegría de la música, y cantaba con un optimismo más allá de cualquier problema terrenal, pero conforme las horas pasaban el tiempo fue mellando su aura cool hasta convertirlo en un homo sapiens dormido y babeante.

Un hombre con aspecto de conferencista sobre asuntos del alma dormía a mi izquierda en posición fetal. Se había quitado los zapatos y recogido los pies sobre el asiento. Su maletín reposaba en el suelo, al lado de un fajo de afiches donde el mismo personaje aparecía, micrófono en mano, sobre un fondo oscuro y salpicado de estrellas, como si estuviera predicando en medio del espacio exterior. ¿Adónde iba? ¿De dónde venía? ¿Adónde íbamos todos? A veces las preguntas más banales son también las únicas que importan.

Una familia brasileña –abuelos, padres, hijos– mantenía una discusión bulliciosa y parecía disfrutar el momento, café en mano, hasta que alguno debía ir por más. Había chicos de colegio yendo o llegando de alguna excursión. Un hombre vestido como para un safari africano –shorts caquis, sombrero, binoculares– se paseaba furioso. Una mujer madura de cabello planchado, labios pintados y ojos bien delineados se miraba al espejo con obsesión y se retocaba a cada momento como si su maquille estuviera a punto de deshacerse. Mi estado no era menos surreal. Había dormido mal en el primer vuelo y ahora cabeceaba de adelante hacia atrás, en un ritmo terco y pendular, y me aferraba a mi mochila como un náufrago a un flotador.

Fue entonces que saqué el libro de Leticia de la mochila y comencé a leer sus cuentos para aminorar el suplicio de la realidad. Desconocía qué tipo de compañía iban a brindarme. Los libros, como los seres humanos, tienen diferentes personalidades. Están los que se vuelven amigos para siempre. Los consejeros. Los chistosos. Los que te enseñan cosas prácticas. Los que te abren los ojos. Los que te sacan del hoyo. Los que te aburren. Los que te dan vergüenza ajena. Los que sirven para nivelar la refrigeradora.

El libro de Leticia fue un bálsamo en el limbo en que me hallaba. Estaba mudándome del Perú de manera definitiva hacia una vida nueva en Maine, ese estado boscoso y rural que limita con Canadá, y que no es en absoluto uno de los principales focos de migración cuando uno piensa en el primer mundo. De hecho, muchos de los jóvenes de Maine aprovechan la primera oportunidad para irse a vivir a las grandes ciudades del país, donde la prosperidad suele ser un lugar común de más fácil acceso. ¿Qué iba a hacer yo allá? Después de quince años como periodista y editor en mi país, había decidido abandonar esos oficios para comenzar de nuevo en otra profesión, en un lugar donde nadie me conocía y que, salvo excepciones, ni mis amigos ni familiares eran capaces de ubicar en el mapa. Ese limbo era (es) para mí tan atractivo como los reinos lejanos que prometen las sirenas. Yo estaba siguiendo el canto de una de ellas.

Los cuentos de Leticia nacen de una incertidumbre similar. Ella supone que no es escritora profesional, aunque ha terminado de escribir un libro que (lo quiera o no) es el debut de una carrera literaria. En sus cuentos desfilan seres que acaban de caer en la adultez, y que miran el mundo con los últimos rayos de lucidez adolescente. La protagonista de «Adultecer» es una joven analista de marketing que estrena su primer empleo, que no se siente contenta en esa gran empresa, que lo cuestiona todo y sobre todo a sí misma, y cuyos mejores amigos son sus audífonos. «En el ascensor», dice, «todos parecíamos invertebrados». Se siente «perdida entre un tumulto de enternados, con cartera en una mano y lonchera en la otra». Y teme terminar convertida en un soldado de aquel ejército.

Leticia pasó por el mundo de la publicidad y entiendo que cosechó experiencia importante. El sistema industrial de esta profesión, como cualquier otra, depura o destruye o enloquece a los diferentes. En «Mala Racha», un joven publicista descubre que las mejores ideas se le ocurren en la ducha. A partir de entonces, bañarse ya no es solo una actividad higiénica sino un rito místico e intelectual al que Matías Borjas, «la oveja creativa de la familia», le dedica buena parte del día. La competencia propia de su trabajo termina convirtiendo su creatividad en un producto tan banal como un chicle. Que esto suene a cliché vuelve verisímil su historia (salvo el periodismo, pocos oficios intelectuales producen más lugares comunes que la publicidad) y crea el terreno para un final inesperado.

Esa madrugada en el aeropuerto, la fatiga de la espera fue cediendo terreno al buen humor conforme seguía leyendo los cuentos de Leticia. Pronto encontré metáforas de valor personal. «Tic tac» es uno de mis relatos favoritos. Un viejo reloj de péndulo se queda abandonado tras una mudanza, y narra con tristeza los instantes previos a la demolición del edificio donde ha pasado los últimos años. ¿Será digno de una nueva oportunidad? ¿Alguien vendrá a salvarlo? ¿Se salvará él mismo? También hay un perro que estudia en silencio a sus dueños. Codornices que conversan sobre los grandes problemas de la humanidad. Un niño asesino.

Todos vivimos atrapados en un cuento. Somos protagonistas de nuestras propias historias; y personajes secundarios (o extras) en las vidas de los demás. Vivimos hazañas y desventuras. Dramas y comedias. Romances y desamores. Pero no todos tenemos el don de saber contar nuestra propia biografía y menos de aprender de ella en tiempo real. Por suerte, la literatura funciona como un espejo, y la vida de alguien que no eres tú, o la de alguien que ni siquiera existe, te dice cosas que no sabías de ti mismo. Los cuentos de Leticia me acompañaron en el limbo de la espera y me hablaron con la claridad que entonces no tenía. En un momento me pregunté cómo sería el desenlace de mi vida si yo fuera un personaje de ese libro. ¿Qué ocurriría si pudiéramos confiarles nuestros destinos a los cuentistas?

No quiero caer en la pereza de recomendar un libro solo porque eso es lo que se espera del prologuista. He tratado de ser fiel a los pensamientos que me generó su lectura. Y ya que tengo el privilegio de escribirle a la autora, voy a decirle lo que pocas veces puede decir un lector: Gracias. Tus cuentos me acompañaron cuando ni siquiera sabía que los necesitaba.

Maine, junio de 2015.


Pd:

Pequeña manada que asistió al taller «Cómo escribir sobre perros y gatos». Entre ellos, Leticia.

Esta crónica acompañará el libro de cuentos de Leticia Piscoya, que por ahora permanece inédito. Hay que confiar en el azar. Un día un editor con empleo leerá sus cuentos (quizá en un aeropuerto) y decidirá publicarlos. Ése es su destino.

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