Durante el año 2017, magistrados y abogados en la Corte Superior de Puno, un departamento en el sur del Perú, debatieron sobre la identidad del ciudadano Walter Aduviri en los siguientes términos: ¿Era Aduviri aymara? ¿Había dejado de serlo por cursar una maestría y un doctorado?
Aduviri afrontaba un juicio junto a casi veinte personas por protestar contra la mina Santa Ana, en una jornada que terminó con varios edificios públicos destruidos, en el año 2011. El tribunal lo encontró culpable y lo condenó a siete años de prisión y a pagar una reparación de dos millones de soles. Para las organizaciones indígenas y algunos analistas, se trataba de un nuevo episodio de una historia recurrente: el Estado convierte en criminales a los ciudadanos que protestan. Las autoridades infiltran en las manifestaciones vándalos que incendian cosas, rompen cosas, y luego culpan de eso a los ciudadanos. La asociación parece tener un efecto pavloviano en la opinión pública: gente en la calle = terrorista; indígenas protestando = el regreso de Sendero Luminoso.
Más allá de la debatible culpabilidad o inocencia de Aduviri, la sentencia expuso la vigencia de una vieja idea racista que persigue a los ciudadanos indígenas: Lo indígena es un estado de inferioridad que se remedia con educación formal. Preguntas: ¿Los indígenas dejan de serlo cuando estudian en la universidad? ¿Pierden su identidad cuando salen de la comunidad y la recuperan cuando vuelven a ella? ¿Son los indígenas semiciudadanos, subpersonas, un estadio menor de la evolución humana? Es el año 2018 dC. Este es un fragmento de la sentencia:
Según este documento, Aduviri muestra evidencias de haber abandonado el estado de salvajismo que define lo indígena. Al haber «socializado» en la maestría y el doctorado -razonan los magistrados-, él tiene que haber entendido e internalizado las normas y prohibiciones. El lenguaje judicial es claramente primitivo, y su sintaxis pantanosa parece un recurso oscurantista, pero las ideas están allí como animales enjaulados. Los indígenas habitan mundos paralelos y no entienden la ley, a menos, claro, que salgan de sus comunidades.
El prejuicio de la inferioridad ha germinado a lo largo de la historia republicana y se ramifica en distintas ideas racistas:
Las personas indígenas no son iguales
Las personas indígenas no son ciudadanas
Las personas indígenas no pueden ser educadas
Las personas indígenas no pueden ser profesionales
Las personas indígenas no pueden ser propietarias
Las personas indígenas no pueden ser interlocutoras
Las personas indígenas son seres esencialmente rurales
Aduviri es un hombre indígena aymara con formación académica. Esta aparente contradicción lleva a los magistrados a un debate que, estoy seguro, no pocos peruanos hemos sostenido alguna vez. ¿Qué es un indígena? ¿De dónde vienen y adónde van? ¿Soy indígena?
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El Estado problematiza al sujeto indígena de una manera que no problematiza al blanco o al mestizo. Si un indígena deja de ser indígena cuando va a la universidad, ¿en qué nivel educativo un mestizo deja de ser mestizo? ¿Qué grado académico le quita a una persona blanca su identidad? Si abrimos la pregunta a otras dimensiones de la autoidentificación, el resultado es surrealista: ¿Una persona homosexual deja de serlo cuando hace un doctorado?
Ir la universidad no te hace más ni menos blanco, europeo, negro, cholo, gay, transexual. ¿Por qué entonces sí podría hacerte menos indígena?
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Que los indígenas son esencialmente ignorantes y pobres es una vieja idea que sostiene muchas políticas contemporáneas. El asistencialismo, la exclusión, la criminalización, la expropiación. La sentencia a Aduviri es especial porque expresa abiertamente ese prejuicio. Un indígena es un ser menor. Un indígena educado entra en conflicto con ese principio.
La república peruana es una suma de ideas y acciones que arrinconan lo indígena. Para ella, lo indígena es folclórico (qué bello), infantil (qué tierno) o salvaje (qué miedo). Lo indígena tiene fronteras fijas: su territorio es la inferioridad. El indígena solo puede parecerse a la imagen mental que la escuela y la publicidad difunden: un ser congelado en el tiempo y en su propio espacio. Un ser esencialmente excluido del ascenso social, sin futuro, sin poder.
Con semejantes prejuicios, el sistema desarraiga a los indígenas cuando estos migran de la comunidad para educarse, para trabajar, para hacer lo que les da la gana. El sistema les (¿nos?) plantea una transacción brutal: Si pisas la ciudad, si vas a la universidad, si viajas al extranjero, si tocas las arenas del mar, entonces dejarás de ser lo que eres o lo que tus ancestros fueron.
Ese trueque obligatorio e institucionalizado impide que muchos indígenas migrantes emprendan (¿emprendamos?) el camino de regreso físico o espiritual a las comunidades. Todos pierden en esta historia. La comunidad pierde a sus integrantes profesionales, biculturales, «mestizos». Estos pierden su identidad.
¿Qué pierde el Estado? Legitimidad. Si es incapaz de crear ciudadanos con similares derechos en la ciudad y en el campo, ¿será entonces que no sirve?
El Estado sirve. Pero les sirve a unos más que a otros.
La cercanía del Bicentenario de la Independencia plantea una pregunta básica: ¿Cuál es el contenido de la celebración? ¿De qué demonios nos independizamos en 1821 y con qué demonios convivimos hasta hoy?
Abrir espacios para reflexionar de cara a ese aniversario puede hacer la diferencia entre una juerga alegremente vacía y una oportunidad de cambio. Muchos esperamos, con cierta tendencia a la superstición, que el 2021 marcará un punto de quiebre. Quizá con un verdadero debate los peruanos seremos capaces de exponer nuestras ideas más ocultas y así exorcizar este país bello, múltiple y contenido.
FUGA
Una noche, en un bar de Lima, un amigo y yo conversábamos sobre nuestras identidades. Él es hijo de afrodescendiente y nieto de cocama cocamilla. Yo, hijo de mistis, nieto de quechua. Ambos nos autoidentificamos alegremente como cholos, la categoría que la ciudad te ofrece o impone cuando tus orígenes y tu historia y tu corazón son indígenas. Una pregunta se abrió paso entre los sánguches cargados de rocoto y las cervezas heladitas: ¿Qué pasaría con nosotros si un día decidimos emprender el camino de regreso? ¿Qué, si un día nos atrevemos a tocar las puertas de nuestros respectivos lugares de origen?
-Hola. Soy hijo de tal, nieto de cual, y estoy de vuelta.
Ningún juez debería cuestionarnos ese derecho.
Ps1: Rocío Silva Santisteban ha estudiado la criminalización de la protesta en Mujeres y conflictos ecoterritoriales. (El pdf completo en ese link)
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