Arañas. Orugas. Polillas. Mosquitos. Cada noche, antes de dormir, debo limpiar la habitación de presencias extrañas. Mato un mosquito mientras escribo estas líneas. En el baño, por las mañanas, reviso que no haya arañas alrededor del water y que los mosquitos que me persiguen se hayan quedado afuera. Mato a los bichos y a toda forma de vida antes de hacer lo que las entrañas ordenan.
Una tarde encuentro una oruga en el suelo del baño. Es de color negro y tiene rayas verdes brillantes. Mi reacción inmediata es echarla con el zapato. No la mato. La echo. Cae sobre las piedras que rodean la caseta. Uso el retrete. Salgo. Camino a casa. El remordimiento me agarra a medio camino. ¿Qué culpa tenía la oruga? Seamos justos. ¿Iba a quitarme la comida o atacarme? Regreso. La encuentro boca abajo. Se hace la muerta. La recojo y coloco bajo unos arbustos. Nadie que vaya camino al baño podrá patearla o pisarla.
A. suele decirme que los insectos hacen su propia vida y que, salvo los mosquitos y garrapatas, no siempre están pendientes de los humanos. Incluso las arañas son parte de la armonía que nos rodea. Estamos en el bosque.
Ahora, mientras me preparo para dormir, veo una patilarga que teje una tela en el techo arriba de la cama. «Te va a ayudar con los mosquitos», me dice A. Y me quedo pensando en eso durante unos minutos. La araña me ayudará.
Pd: Un buen libro para iniciarse es el misterioso mundo de los bichos es La telaraña de Carlota, una novela infantil de E.B. White, ensayista del New Yorker afincado en Maine, y autor del clásico One man’s meat.