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Árbol

Marco Avilés

Un viejo árbol de manzanas vive en un estacionamiento de automóviles, en el pequeño pueblo comercial de Freeport. Es tan discreto como servicial. Durante los días de sol, los conductores suelen dejar sus coches bajos sus ramas frondosas, y se van a hacer lo que todos hacen en Freeport: comprar ropa, ver una película, comer. Luego vuelven y se marchan a casa. El árbol permanece.

Durante ciento cincuenta años permanece, y es el recuerdo de lo que alguna vez fue un huerto, en una época de coches jalados a caballos y cuando las mujeres llevaban vestidos de diez capas. Es un superviviente. Todos sus compañeros desaparecieron. Se los tragaron el tiempo, las construcciones, las plagas. A él, sin embargo, nadie lo taló. Nadie lo derrumbó. Y lo más sorprendente: casi nadie lo vio.









Vemos árboles todo el tiempo. Pero, siendo sinceros, no los vemos. Están allí. Son un color. Una sombra. Una parte del paisaje hasta que ya no están o se vuelven un estorbo para la ampliación de las avenidas. En 150 años, el centro de Freeport, como el centro de tantos pueblos y ciudades, pasó de ser una postal de casas dispersas, a ser un centro de muchos edificios y comercios y proyectos. Antes había huertos, muchos huertos. Ahora los árboles están encerrados entre el cemento o no están.

Ese manzano superviviente es uno de los pocos que quedan de la variedad Kavanagh, y es más viejo que el más viejo de los seres humanos vivos en el planeta. Vivía aislado en el estacionamiento. Invisible. Hasta que fue la historia principal de mi periódico favorito.

El Maine Sunday Telegram le dedicó una de sus portadas y la central de su suplemento sobre alimentación. Salió hace un mes, pero acabo de leerlo (las buenas historias evitan que el diario termine en la basura). Y quería compartir mi emoción de lector.

El reportaje es una muestra hermosa de lo que un periodista puede hacer con pasión y tiempo. La historia del manzano se remonta a tres siglos atrás. La reportera Mary Pols nos traslada a los barcos de madera que cruzaban el Atlántico cargados de gente, animales y semillas. Un viajero de apellido Kavanagh sembró unos manzanos irlandeses. Los árboles crecieron. Se reprodujeron. La historia corre a lo largo de miles de palabras, decenas de testimonios, historias de matrimonios y herederos, como una gran saga familiar, donde todos mueren menos un árbol. Ese árbol.

¿Puede un simple árbol cargar tanta historia?

El árbol ahora se ha vuelto una celebridad. Muchos especialistas van a visitarlo y toman notas y lo estudian. Los vecinos y forasteros lo buscan para tomarse fotos con él. El dueño del estacionamiento ya no lo usa para encadenar coches y quitarles los parachoques abollados. El reportaje ha logrado lo que logran los grandes reportajes: que las personas que antes no veían algo ahora lo vean y se asombren y comprendan. Y, como es mi caso, se mueran de ganas de compartir lo que ahora entienden (o no entienden).

El árbol dejó de ser paisaje. Ahora tiene contornos. Una figura. Una historia. O encarna él mismo la historia del pueblo, como un bisabuelo de de todos. Un presencia venerable. Una muestra familiar del misterio de la vida.

En los días siguientes, muchos lectores llamaron al periódico y escribieron cartas, intrigados por los árboles de sus propias calles. ¿Tendrán una historia similar?, les preguntaban a los editores. Era increíble. Los estaban viendo.

El periodismo estaba ocurriendo.


Pd.


El Maine Sunday Telegram es mi diario local, en Maine. Tiene una mirada. Esa mirada capaz de advertir la historia inmensa que se esconde en lo pequeño.

Tiene voluntad. Los editores y reporteros trabajan duro para construir el asombro.

Cree en el reportaje y en la escritura. No subestima al lector. Al contrario, tiene un buen concepto de él y le ofrece historias inteligentes de extensiones variables. De lo pequeño a lo épico.

El Maine Sunday Telegram es un periódico local que, gracias a internet, juega en las grandes ligas de la galaxia. Sale los domingos. Dura el resto de la semana. O quizá para toda la vida.

Cada domingo renueva mi vocación de periodista. De periodista que quiere hacer este tipo de periodismo. A veces la confusión nos puede llevar al pesimismo (todo es una mierda). Pero maravillas como esta historia son pruebas irrefutables de que lo hermoso y lo útil existe aunque no consiga un millón de likes.

Y me vuelvo iluso. Me encantaría que los jóvenes que se forman en universidades y redacciones, allá en mi país, tuvieran ejemplos cercanos de este tipo. Me encantaría que tuvieran posibilidad de trabajar en medios así. Que pudieran aprender de editores así, apasionados, osados, cultos, divertidos, que no subestiman al lector, que alimentan su curiosidad. Editores que sueñan con reinventar cada día este oficio. Editores capaces de mirar con más calma las cosas. Y de pararse frente a la ventana de sus redacciones y sentir que allá fuera hay tantas cosas, tantas personas, tantas vidas que contar.

Hay tantos árboles que necesitan ser vistos. Literalmente, amigos. O como metáfora.

[11-11-2014]

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